Rebelión donde?


La historia comienza con un tal señor Jones, alcohólico y dueño de una granja, que al parecer no se ocupaba muy bien de los animales. En aquel cortijo había un cerdo muy sabio llamado "Viejo Comandante", que ante la situación imperante instó a los animales a rebelarse y hacerse con el mando y el control, poniendo como única condición la igualdad para todos.

Desgraciadamente Viejo Comandante muere.

No obstante para el resto de los animales la idea les había parecido magnífica, salvo para "Benjamín", un viejo burro muy arisco pero sagaz, que solía decir que dios le había provisto de cola para espantar las moscas, pero que hubiera preferido que las moscas no existieran. Esa era su principal función en la vida, verlas venir mucho antes de que llegaran. Eso sí, era muy buen amigo del caballo más trabajador y abnegado de la finca, "Boxeador".

Al final los animales deciden rebelarse asumiendo el liderazgo los cerdos, que de todos ellos eran los animales más inteligentes. Y es aquí donde empieza a complicarse el asunto de convertirse en rebeldes. Dos cerdos, "Napoleón" y "Snowball", entran en conflicto. Mientras que el primero era un vago que no quería hacer nada pero se entrometía en todo, el segundo quería enseñar a los otros animales a construir un molino de viento, con lo cual se convierte en el líder favorito.

Sin embargo, con lo que no contaba Snowball era que Napoleón le saldría al paso y se convirtiría en comandante en jefe, entre otras cosas gracias a su ejército privado de perros feroces. Al quedar Snowball desplazado, los demás cerdos - temerosos y confundidos - comenzaron a culparlo de todo, y para mostrar su enfado decidieron quebrantar todas las normas de igualdad que se habían establecido tras la rebelión. 

La vida en la granja se puso cada vez peor: los animales se olvidan del sueño de Viejo Comandante, en tanto que el resto de los cerdos comenzaron a tomar medidas que eran del agrado de muchos. 

Napoleón se dirigía así a las masas...

"Camaradas, no hay que flaquear. Ningún argumento os tiene que desviar del camino. No prestéis nunca atención cuando os digan que el hombre y los animales tienen un interés común, que la prosperidad de uno es la prosperidad de los otros. Mentiras. El hombre no sirve a los intereses de ninguna criatura, salvo a los suyos. Que entre nosotros, los animales, haya una perfecta unidad, una perfecta camaradería en la lucha. Todos los hombres son enemigos. Todos los animales son camaradas."

Napoleón era un verraco de aspecto bastante feroz, el único de raza "berkshire" en la granja y con fama de salirse siempre con la suya. En cambio otro cerdo, Bola de Nieve, (Snowball) era más vivaracho, más ingenioso y menos estricto, pero no se le atribuía la misma firmeza de carácter. El resto de los demás puercos de la granja estaban destinados a la matanza, entre ellos uno gordito llamado "Chillón", de mejillas redondas, ojos expresivos, movimientos ágiles y voz estridente. 

Chillón era un brillante conversador, que cuando defendía alguna idea difícil saltaba de un lado a otro sacudiendo la cola de una manera muy persuasiva. Los demás decían que Chillón era capaz de convertir lo negro en blanco. Basado en las enseñanzas del fallecido Viejo Comandante, las que decidieron llamar «animalismo», trazaron un plan de acción en reuniones secretas en el establo. 

Sin embargo, algunos animales eran de la opinión de que había que seguir siendo leales al dueño de la granja, el señor Jones, al que aun llamaban «amo», con argumentos tan básicos como: «El señor Jones nos da de comer. Si desapareciera, nos moriríamos de hambre». «¿Por qué debería importarnos lo que suceda cuando ya estemos muertos?» «Si esa rebelión va a ocurrir de todos modos, ¿qué más da que trabajemos o no por ella?». 

Los cerdos se vieron en grandes dificultades para hacerles ver que esas ideas contrariaban el espíritu del ideario "animalismo". Las preguntas más estúpidas eran las de Marieta, la yegua blanca. La primera que le hizo a Bola de Nieve fue: 

—¿Seguirá habiendo azúcar después de la rebelión? 

—No —respondió Bola con firmeza—. En esta granja no tenemos medios para fabricar azúcar. Además, tú no necesitas azúcar. Tendrás toda la avena y todo el heno que quieras.

—¿Y podré seguir usando cintas en la crin? —volvió a preguntar Marieta.

—Camarada —dijo Bola de Nieve—, esas cintas a las que tanto cariño tienes son el símbolo de la esclavitud. ¿No entiendes que la libertad vale más que esas cintas?. Marieta asintió, aunque no parecía muy convencida.

Y hablando de caballos...

"Boxeador", como ya dijimos, era un viejo caballo sumamente trabajador y leal. Un día de verano, al anochecer, un repentino rumor recorrió la granja: algo le había sucedido a Boxeador. Había salido solo a arrastrar una carga de piedra hasta el molino y, efectivamente, el rumor era cierto. Unos minutos más tarde llegaron dos palomas con la noticia:

—¡Boxeador se ha caído! ¡Está tendido en el suelo y no puede levantarse!

Más o menos la mitad de los animales de la granja salieron corriendo hacia la loma donde construían el molino de viento.
Allí estaba Boxeador, en el suelo, entre las varas del carro, con el cuello estirado, sin poder levantar la cabeza. Tenía los ojos vidriosos, los flancos empapados en sudor y de la boca le brotaba un hilo de sangre.

Trébol se arrodilló a su lado.

 -- ¡Boxeador!—. ¿Cómo estás?

-- Es el pulmón —dijo Boxeador con voz débil

-- Pero no importa, creo que podréis terminar el molino sin mí. 

-- Hay una buena cantidad de piedra acumulada. De todos modos, solo me quedaba un mes. A decir verdad, había estado esperando la jubilación. Y como Benjamín (otro caballo) también está envejeciendo, quizá le permitan jubilarse al mismo tiempo y hacerme compañía.

—Tenemos que conseguir ayuda inmediatamente —dijo Trébol

—Que alguien corra a contarle al cerdo Chillón lo que ha sucedido.

Los demás animales corrieron de inmediato a la casa a darle la noticia a Chillón. Solo quedaron allí los caballos Trébol y Benjamín, quien se echó al lado de Boxeador y, sin decir nada, comenzó a ahuyentarle las moscas con su larga cola. Al cuarto de hora se apareció Chillón, muy preocupado y apenado. Dijo que el camarada Napoleón se había enterado con mucho dolor de esa desgracia sufrida a uno de los trabajadores más leales de la granja, y que estaba haciendo los preparativos para enviarlo al hospital de Willingdon donde sería tratado.

Eso preocupó un poco a los animales. Con excepción de los corceles Marieta y Bola de Nieve, ningún otro animal había salido jamás de la granja, de manera que no les gustaba la idea de que su camarada enfermo terminara en manos de seres humanos. Sin embargo, Chillón los convenció con facilidad, argumentando que sería mejor para Boxeador que lo viera un veterinario en vez de dejarlo en la granja.

Una media hora más tarde, cuando Boxeador se hubo recuperado un poco, lo ayudaron a incorporarse y volver cojeando al establo, donde Trébol y Benjamín le habían preparado una buena cama de paja. Durante los dos días siguientes, Boxeador no salió de su establo. Por la noche ella se echaba a su lado para conversar, mientras que Benjamín le espantaba las moscas.

Boxeador declaraba no sentirse arrepentido de lo que había sucedido. Si se reponía bien, podría llegar a vivir otros tres años, y esperaba con ilusión los tranquilos días que pasaría en un rincón del prado. Sería la primera vez que tendría tiempo para estudiar y cultivar la mente. Pensaba dedicar el resto de su vida a aprender las veintidós letras restantes del alfabeto.

Sin embargo, Benjamín y Trébol solo podían acompañar a Boxeador después de las horas de trabajo, y fue al mediodía cuando llegó el furgón para llevárselo. Todos los animales estaban cosechando los nabos bajo la supervisión de un cerdo, cuando vieron con asombro que por el lado de los edificios aparecía Benjamín, al galope, y rebuznando con todas sus fuerzas. Era la primera vez que lo veían tan agitado; de hecho, era la primera vez que lo veían galopar.

—¡Rápido, rápido! —gritó

—¡Venid! ¡Se llevan a Boxeador!

Sin esperar órdenes del cerdo, los animales interrumpieron lo que estaban haciendo y echaron a correr hacia los edificios de la granja. Efectivamente, en el patio había un furgón grande, cerrado, tirado por dos caballos, con un letrero en el costado y un hombre de aspecto taimado, con bombín, sentado en el pescante, mientras que el establo de Boxeador estaba vacío.

Los animales rodearon el furgón.

—¡Adiós, Boxeador! —dijeron a coro

—¡Adiós!—¡Estúpidos! ¡Estúpidos!, gritó Benjamín, corcoveando alrededor y pateando el suelo con los pequeños cascos

—¡Estúpidos! ¿No veis lo que está escrito en el costado del furgón.

Eso hizo vacilar a los animales, que se quedaron callados. Muriel empezó a deletrear las palabras. Pero Benjamín la apartó y en medio de un silencio sepulcral leyó:

—«Alfred Simmonds, matarife de caballos y fabricante de cola, Willingdon. Comerciante de cueros y harina de huesos. Servicio de perrera.»

—¿No entendéis lo que significa? ¡Llevan a Boxeador al matadero!.

Los animales soltaron al unísono un grito de horror. En ese momento el hombre sentado en el pescante fustigó a los caballos y el furgón salió del patio a trote rápido. Todos los animales lo siguieron, desgañitándose. Trébol se abrió paso hasta la primera fila. El furgón empezó a acelerar. Trébol trató de obligar sus robustos miembros a galopar, y logró un medio galope.

—¡Boxeador! —gritó

—¡Boxeador! ¡Boxeador! ¡Boxeador!

Y en ese momento, como si hubiera oído el alboroto fuera del furgón, la cara de Boxeador, con la raya blanca en la nariz, apareció en la ventanilla de la parte trasera del vehículo.

—¡Boxeador! —gritó Trébol con terrible potencia

—¡Boxeador! ¡Sal de ahí! ¡Rápido! ¡Te llevan a la muerte!

Todos los animales repitieron el grito de «¡Boxeador, sal de ahí, Boxeador!». Sin embargo el furgón avanzaba cada vez a mayor velocidad, alejándose de ellos. No estaba claro si Boxeador había entendido las palabras de Trébol. Pero un instante más tarde su rostro desapareció de la ventanilla y se oyó el tremendo tamborileo de cascos dentro del furgón. Estaba tratando de salir de allí a patadas.

En otros tiempos los cascos de Boxeador habrían reducido a astillas el vehículo. Pero, ¡ay!, las fuerzas lo habían abandonado, y en unos instantes el sonido del tamborileo se fue debilitando hasta cesar. Desesperados, los animales empezaron a pedir a los dos caballos que tiraban del furgón que se detuvieran.

—¡Camaradas, camaradas! —gritaron

—¡No llevéis a vuestro propio hermano a la muerte!

Pero las estúpidas bestias, demasiado ignorantes para darse cuenta de lo que pasaba, no hicieron más que aplastar las orejas contra la cabeza y acelerar el paso. La cara de Boxeador no volvió a aparecer en la ventanilla. Demasiado tarde, a alguien se le ocurrió adelantarse al furgón y cerrar la puerta de la granja, pero el vehículo la atravesó en un instante, antes de desaparecer con rapidez en la carretera. Nunca más vieron a Boxeador.

Tres días después se anunció que había muerto en el hospital de Willingdon, a pesar de recibir todas las atenciones a las que un caballo puede aspirar. Chillón salió a dar la noticia a los demás. Según dijo, había estado con Boxeador durante sus últimas horas.

—¡Fue la escena más conmovedora que he visto jamás!, dijo Chillón, levantando la pezuña y enjugándose una lágrima

—Estuve a su lado en el último momento.

Y al final, casi demasiado débil para hablar, me susurró al oído que solo una cosa le producía dolor: tener que dejarnos antes de terminar el molino y entonces me dijo: «¡Adelante, camaradas!. Adelante en nombre de la Rebelión. ¡Viva la Granja Animal! ¡Viva el camarada Napoleón! porque siempre tiene razón.» Esas fueron sus últimas palabras, camaradas.

De repente, la actitud de Chillón cambió. Calló un instante, y antes de continuar sus ojillos lanzaron miradas de desconfianza a un lado y a otro. Estaba enterado, dijo, de que había circulado un estúpido y malvado rumor en el momento del traslado de Boxeador. Algunos animales habían notado que en el furgón que llevaba a Boxeador había un letrero que decía «Matarife de caballos», y habían llegado a la conclusión de que mandaban a Boxeador al matadero.

Casi resultaba increíble —dijo Chillón— que algún animal pudiera ser tan estúpido. ¿Es que no conocéis, -gritó indignado, moviendo la cola y balanceándose-, es que no conocéis a vuestro querido líder, el camarada Napoleón?. Había una explicación muy sencilla, y es que ese furgón había sido antes propiedad del matarife, había fue comprado por el veterinario que aún no había cambiado el letrero. Así surgió el error.

Esa noticia alivió mucho a los animales.

Y cuando Chillón dio más detalles de la agonía de Boxeador, de la admirable atención que había recibido y de los caros medicamentos que Napoleón había pagado sin pensar en el costo, desaparecieron sus últimas dudas. La idea de que al menos había muerto contento, atenuó el dolor que sentían por la desaparición del querido camarada.

El propio Napoleón asistió a la reunión del siguiente domingo por la mañana y pronunció un breve discurso en homenaje a Boxeador. Explicó que no habían podido traer los restos de su llorado camarada para enterrarlos en la granja, pero había ordenado que se preparara una gran corona con laureles del jardín, para que fuera colocada sobre su tumba.

Por otro lado los cerdos tenían previsto celebrar en unos días un banquete conmemorativo en honor de Boxeador. El día fijado para el banquete, llegó desde Willingdon un vehículo de reparto que dejó en la granja una gran caja de madera. Esa noche se oyeron ruidosos cantos, seguidos por algo parecido a una violenta disputa que terminó a eso de las once con un tremendo estruendo de cristales rotos. Nadie se movió hasta el mediodía, y se rumoreaba que de algún lado los cerdos habían sacado el dinero para comprarse otra caja de whisky.

Napoleón terminó su discurso recordando las dos máximas favoritas de Boxeador: «Trabajaré más duro por que el camarada Napoleón siempre tiene razón», aprovechando para advertirle a todos, lo conveniente que les sería "hacerlas propias".

Pasaron los años. Fueron y vinieron las estaciones, se consumieron las cortas vidas de los animales. Llegó un momento en que no quedaba casi nadie — fuera de Trébol, Benjamín, y algunos cerdos que recordara los viejos tiempos anteriores a la Rebelión. Habían olvidado a Boxeador, salvo los pocos que lo habían conocido.

Trébol era ahora una yegua robusta y vieja, con las articulaciones entumecidas y los ojos legañosos. Tenía dos años más de la edad necesaria para jubilarse, pero en realidad ningún animal se había jubilado nunca. Hacía ya tiempo que ni se hablaba de reservar un rincón de la pradera para quienes se jubilaran.

Napoleón era ahora un verraco maduro de ciento cincuenta kilos y su leal Chillón estaba tan gordo que apenas veía. Parecía que la finca se había enriquecido sin hacer más ricos a los propios animales… excepto, claro está, a los cerdos y a los perros. Eso, quizás, se debía en parte a la cantidad de cerdos y de perros que había.

Chillón intentaba explicarles a los animales que ellos tenían que afanarse todos los días con cosas misteriosas llamadas «archivos», «informes», «minutas» y «notas». Eran grandes hojas de papel que debían cubrir con una apretada escritura y, una vez escritas, las quemaban en el horno. Eso, les aseguraba Chillón, era de suma importancia para el bienestar de la granja. 

Ninguno de los cerdos producía alimentos, pese al gran apetito que siempre tenían. Sin embargo, los animales nunca perdieron la esperanza. Conclusión: Lo que en un inicio comenzó como una rebelión social y considerada justa, terminó por convertirse en una brutal dictadura, mucho peor a la que habían derribado.

Condensado de: "Rebelión en la granja", de Eric Arthur Blair, alias "George Orwell". (India 1903 - Reino Unido 1950).

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