Llevamos muchos aƱos viviendo tranquilamente en nuestra casa de Draveil, que compramos con la herencia del General. Nos han visitado cientos de amigos, especialmente miembros de partidos socialistas de todo el mundo. El aƱo pasado, por ejemplo, estuvieron aquĆ los rusos VladĆmir Lenin y Nadeshda KrĆŗpskaya, que llegaron en bicicleta.
Tomaron el tĆ© con nosotros; Paul hablĆ³ con Ć©l sobre filosofĆa y yo paseĆ© con ella por el jardĆn. En este momento, Paul con sesenta y nueve aƱos y yo con sesenta y seis, habiendo agotado las rentas que nos quedaban de lo que nos legĆ³ Engels y de la herencia de los padres de Paul, sin hijos —ya que todos murieron en la primera niƱez— y sintiendo cĆ³mo nuestros cuerpos van envejeciendo y sufriendo cada vez mĆ”s enfermedades, ha llegado el momento de la liberaciĆ³n final.
¿QuĆ© sentido tiene la vida cuando ya no hay nada por lo que vivir, cuando la vejez impone su ley? Mi hermana Eleonor se suicidĆ³ por desesperaciĆ³n, en un arrebato, por dolor ante las traiciones procedentes de Aveling. Sin embargo, Paul y yo vamos a acabar con nuestras vidas con toda la placidez del mundo, despuĆ©s de una larga deliberaciĆ³n y habiĆ©ndolo pensado mucho.
El cianuro serĆ” el veneno liberador, pero, para evitar la mĆ”s mĆnima agonĆa —que sin duda sufriĆ³ mi hermana durante unos minutos—, nos inyectaremos la sustancia en lugar de beberla, para que la muerte sea mĆ”s rĆ”pida. Me contaron que un fuerte aroma a almendras amargas impregnaba el aire de la habitaciĆ³n en que mi hermana se suicidĆ³. Imagino que quien nos descubra muertos maƱana percibirĆ” el mismo olor.