El padre Claret y el escándalo de los matrimonios interraciales en Cuba


Antonio María Claret nació el 23 de diciembre de 1807 en Sallent de Llobregat, Barcelona, España, y fue bautizado dos días después el 25 de diciembre, en Navidad. Ingresó en el seminario de Vic con 22 años y, aún sin haber terminado los estudios, recibió la ordenación sacerdotal el 13 de junio de 1835. Fue destinado a su parroquia natal, Santa María de Sallent, y pronto fue descubriendo la llamada a la predicación misionera.

Durante 6 años realizó su labor apostólica en la isla de Cuba, entregándose a la predicación del evangelio y acompañando al clero y al pueblo en sus necesidades. Defendió la dignidad de los esclavos, fundó cajas de ahorros para campesinos y creó, además, bibliotecas populares. Se cuenta que a él se le debe una granja-escuela para niños y que, en 1855, junto con la Madre Antonia París la Congregación de Religiosas de María Inmaculada Misioneras, fundó otro centro para la educación de las niñas. 

Su acción social y su predicación le valieron de nuevo la persecución que, sumado a otros muchos intentos, atentaron contra su vida en 1856. Fue herido cuando salía de misa por un sicario que portaba una navaja, pero aunque su salud quedó perjudicada, consiguió salvar la vida. En 1857 la Reina Isabel II le reclamó en Madrid para que fuese su confesor real, y cuando estalló la revolución de 1868 se exilió con la Reina en París. 

En 1869 fue convocado en Roma para participar en el Concilio Vaticano I, en el que defendió la infalibilidad pontificia. En 1870, ya muy enfermo, volvió a Francia donde murió el 24 de octubre de ese año, en la abadía cisterciense de Fontfroide. En 1934 fue beatificado por el papa Pío XI y, en 1950, fue canonizado por el papa Pío XII.

LOS HECHOS

Según el historiador Lebroc Martínez, estando en Holguín el 1 de febrero de 1856 el arzobispo Claret fue apuñalado por Antonio Abad Torres, un zapatero canario de treinta y cinco años. La investigación judicial concluyó que el criminal siguió al prelado desde Gibara, un puerto situado a 38 kilómetros, a donde Claret había llegado para llevar a cabo su misión en la región, y aunque esperó para cometer el atentado, al final actuó ante la multitud y en presencia de las autoridades locales.

Eran las ocho y media de la noche, Claret acababa de celebrar una misa, momento clave de la misión que llevaba desde unos días en la ciudad, y había empleado todas sus habilidades oratorias durante un largo sermón. Al salir de la iglesia, vio cómo el pueblo cubano se le presentaba tan manso como siempre después de una de sus predicaciones. Fue justo en ese momento de gran intensidad emocional cuando Abad Torres le atacó al cuello, pero sólo llegó a la mejilla que atravesó con su cuchillo hasta la mandíbula. 

Protegido por dos policías municipales que le rodeaban, Claret salió del apuro con una profunda herida. Desconcertado por esta peculiar tentativa de homicidio, el fiscal de la alcaldía mayor de Holguín sospechó en primer lugar que pudiera tratarse de un complot: «No es muy fácil entender cómo un zapatero haya podido formar la idea de tan grave atentado», escribió en la descripción de los hechos, en cambio no se encontró ninguna evidencia que indicara una conspiración.

Pero el arzobispo siguió creyendo que Abad Torres no había actuado solo, y tal fue así, que el incendio de la casa donde tenía que dormir en el camino de regreso a Santiago de Cuba confirmó sus sospechas. Desde que llegó a la isla en 1851, Claret hizo de la regeneración moral de la colonia su caballo de batalla. Luchaba para poner fin al concubinato, muy común en Cuba en esos tiempos. Las parejas, de hecho, eran a menudo de distintas razas y no se podían casar sin la licencia especial de las autoridades locales, según lo estipulaban una Real Cédula de 1805 y un reglamento de 1842.

Claret y sus misioneros eludían estas disposiciones y casaban a todas las parejas que encontraban, lo quisieran o no. Las resistencias y oposiciones frontales a estas nuevas prácticas matrimoniales se multiplicaron durante su episcopado, no sólo por parte de la gente humilde como Abad Torres, sino también por notables que pretendían defender la estabilidad colonial, amenazada según ellos por toda transgresión de las fronteras raciales.

El caso Claret hizo estallar las profundas tensiones que oponían dos legitimaciones del dominio colonial en la Cuba esclavista de la década de 1850. El conflicto cristalizó en torno a las prácticas sexuales y matrimoniales entre «distintas razas», enseñando cuán fundamental era el «gobierno de lo íntimo» para mantener el orden colonial. Mientras que, para Claret el matrimonio interracial permitía conducir a la sociedad cubana hacia la familia cristiana y la civilización, sus opositores creían que los llevarían hacia el caos racial y social como primer paso hacia la degeneración definitiva de la colonia. 

Claret se sentía misionero antes que arzobispo, y pasaba el menor tiempo posible en su palacio episcopal. Fue en Cataluña, su región natal, donde organizó las primeras misiones y fundó su congregación en 1849. Venía de una familia de pequeños emprendedores del textil y, a pesar de las angustias que le procuraban tanto la revolución industrial como la liberal, nunca se comprometió claramente con el bando carlista.

Ese no fue el caso de su misionero favorito en Cuba, el capuchino Esteban de Adoáin, que tomó partido en contra de los liberales durante la Primera Guerra Carlista. Exiliado en Italia y luego en Venezuela, el fraile vasco se presentó a Claret en Santiago de Cuba en 1851, y para 1852 ya los fieles de varias parroquias de Bayamo expresaron su queja por las maneras violentas de este fraile y culpando a Claret.

En las misiones cubanas, Claret retomó las prácticas empleadas en Cataluña y en el resto de Europa por el clero ultramontano de la época, pensadas para reconquistar al pueblo después de los traumas revolucionarios. Grandes concentraciones colectivas en las que se llevaban a cabo predicaciones, procesiones, misas, comuniones y confesiones masivas, jalonaban estas misiones, desplegando una escenografía sofisticada, cuyo ritual se adaptaba a las diferencias raciales en Cuba.

Después del catecismo, los niños desfilaban en procesiones «los blancos con un estandarte blanco y los negros con un estandarte rosado» comuniones y confesiones se sucedían a un ritmo acelerado hasta horas avanzadas de la noche; y enriquecían la decoración elemental de las iglesias locales. Claret distribuía «buenos libros en castellano» para contrarrestar la influencia destructiva de los «catecismos protestantes impresos en Inglaterra y en América del Norte.

Escritos por él y publicados por la editorial que había fundado en Barcelona, estos sencillos catecismos se reeditaron con muy pocos cambios para la colonia, y se distribuyeron, como en la metrópoli, cientos de miles de ejemplares. A finales del año 1852, el prelado interpretó una serie de terremotos y epidemias mortíferas como los signos evidentes de los pecados de su rebaño, y designó a los concubinos como los principales responsables de los desastres. 

El capuchino Adoáin evocó en sus notas el espanto que le proporcionó uno de los sermones más apocalípticos del prelado: «Por mi parte, confieso que se me erizaron los cabellos y palpitó el corazón al oír a manera de trueno la voz de Claret» Aterradas, las parejas se casaban en masa. El arzobispo se jactaba de poder llegar en algunos pueblos a «un completo vuelco», pues se realizaban hasta trescientos matrimonios en la misma parroquia. 

Todos los días eran declarados día de fiesta para celebrar más matrimonios durante las misiones. En una carta de 1852 al prelado, el misionero catalán Manuel Subirana, Claret hacía alarde de más de 200 bodas en la misión de El Cobre, 350 en Morón, 170 en Ti Arriba, 400 en Baracoa, 130 en Sagua, 220 en Mayarí y de 500 a 600 en el territorio de Palma Soriano, según se apunta en el epistolario de Manuel Subirana, del 16 de junio de 1852. En 1853, después de dos años de misiones, Claret presentó un impresionante balance al capitán general: 10 mil matrimonios celebrados y 40 mil niños legitimados en dos años, 100 mil libros distribuidos, 70 mil comuniones realizadas y 300 mil confesiones oídas. 

ABAD TORRES

Algunos fieles se resistieron de la regeneración moral, como bien lo prueba la historia de Abad Torres. Los policías que investigaron el atentado llegaron a la conclusión de que se trataba de una venganza personal, como lo pensaban los informantes de Claret. El arzobispo había amonestado a Abad Torres por vivir en concubinato y le había instado, o a poner fin a su relación ilícita, o a casarse. Parece ser que el canario no cumplió con las órdenes.

No era la primera vez que las misiones provocaban un drama: Rafael Meloño, padre de ocho hijos con una parda libre, amenazó con suicidarse si le separaban de ella; Ninfa Escalona, tras arrepentirse de sus relaciones ilícitas con el zapatero Antonio González, fue asesinada por él justo después del final de una misión, pero fue Abad Torres el primero en desviar el crimen pasional hacia la persona del arzobispo. Escapó de ser ajusticiado en el garrote vil, pero se pasó diez años de presidio en África. 

En el momento del ataque en Holguín, Claret ya gozaba, sin embargo, de un largo historial de conflictos, entre los que se incluían el presidente de la Real Audiencia de Puerto Príncipe, el principal tribunal de la diócesis. El arzobispo empezó a quejarse de amenazas por parte de varias personas o grupos a partir de 1852. Los enemigos de España, opuestos a su obra de regeneración moral, intentaban según él hacerle daño hasta físicamente. 

Las élites criollas, excluidas de las Cortes desde 1837 —cuando los liberales les quitaron toda la representación parlamentaria con el pretexto de la complejidad racial de la isla—, querían recuperar el acceso a una ciudadanía plena. Pero la demografía de la sociedad cubana se invirtió en proporción entre la población llamada de color (libres y esclavos) y la población considerada blanca, al punto de que los blancos eran la minoría.

Esta situación reforzó los temores de los «reformadores», que abogaban por el «blanqueamiento» de la isla para impedir que Cuba siguiera el destino de Haití (el de una «guerra de razas» ganada por los negros). Los capitanes generales José Gutiérrez de la Concha y Valentín Cañedo —que se sucedieron en el poder durante la estancia de Claret en la isla— querían estabilizar la situación demográfica.

Defensores acérrimos de la política del «equilibrio de razas» aprovecharon el temor a la revuelta de esclavos para mostrar que su mando militar era imprescindible, y que la tutela española y la ausencia de libertades políticas eran la única defensa contra la abolición, a pesar de que en la zona oriental de Cuba, territorio del arzobispado de Claret, la esclavitud estaba menos extendida que en la occidental de las grandes plantaciones de azúcar y por tanto las opiniones reformistas eran más difusas. 

La popularidad de las opiniones críticas se volvió muy visible en 1851, cuando los «anexionistas» —defensores de la incorporación de una Cuba libre y esclavista a los Estados Unidos— desembarcaron en el área oriental para sublevar la isla. La severa represión a los sospechosos del intento de anexión, alcanzó a todos los sectores favorables al ejercicio de las libertades y de los derechos políticos en Cuba. 

La Iglesia cubana del siglo xix participaba en la fabricación de las categorías raciales a través del control del estado civil. El color de las personas, una categoría más jurídica que física, se basaba en la inscripción de los recién nacidos en los registros conservados por los sacerdotes de cada parroquia: el de los blancos y el de los negros (libres y esclavos, pardos y morenos). Oficialmente, la gente entraba a formar parte de una de las dos categorías jurídicas al nacer, y no podía salir de ella hasta su muerte.

En el concubinato, decía Claret, «la educación filial es desatendida». Con frecuencia, abandonadas por distintos hombres, las mujeres «cargadas de hijos» constituían hogares de «anarquía doméstica». Los bastardos, más perezosos, viciosos, ladrones y tramposos, fermentos de desorden y revolución, poblaban toda la isla:

¿Qué ciudadanos serán con el tiempo, sin familias, sin recuerdos de mayores, sin honra ni patrimonio que heredar generalmente; venidos al mundo como a la ventura; infamados por la misma sociedad a quien odiarán ellos por lo mismo; inhabilitados para cargos públicos porque la sociedad y la ley los echa atrás de continuo?. 

Para conservar la colonia, España tenía que transformarles en buenos ciudadanos, anclados en la memoria de los antepasados paternos. Joaquín del Manzano, el gobernador de la provincia de Santiago que no había sido siempre tan cooperativo, felicitó a Claret por este programa: «buenos padres, esposos caritativos e hijos obedientes, forman buenos y respetuosos ciudadanos». 

El derecho matrimonial, tal como se interpretaba en Cuba, ayudaba a los hombres blancos a evitar todas las obligaciones paternales: «Un padre legítimo cuida mejor de su prole que uno que no lo es: al primero le obliga la ley; al segundo no». Era imprescindible forzar a los padres recalcitrantes a asumir sus obligaciones, ya fuera por el matrimonio o por el pago de una pensión alimenticia a la madre, como imponían los misioneros desde 1851. 

La imposición de la paternidad a través del matrimonio conducía a la reconstrucción de la familia y, por lo tanto, a un orden político cristiano. No importaba que estas familias fueran mixtas: «Yo creo ―concluía Claret― que la religión es el primer elemento social y el más eficaz de todos; es preciso robustecerlo, aunque hayan de unirse algunos blancos y morenos». 

Este punto de vista encontró algunos partidarios en los círculos gubernativos del moderantismo. 

El marqués de la Pezuela, que asumió el cargo de capitán general de Cuba en diciembre de 1853, fue incluso acusado de ser demasiado cercano a Claret. De reconocido catolicismo y con las maneras de un caballero a la antigua, Pezuela refutó punto por punto las denuncias acumuladas en contra del arzobispo en el Consejo de Ultramar. Poco después de llegar a La Habana, publicó una circular por la que imponía la interpretación literal de la Real Cédula de 1805 y anulaba de un plumazo toda la jurisprudencia posterior sobre la prohibición de los matrimonios mixtos en Cuba. 

Había ganado Claret, aunque por poco tiempo. 

El capitán general no sólo zanjó la cuestión del concubinato, sino que tomó otras medidas revolucionarias para la organización de la isla respecto a las líneas raciales. Después del mando de su predecesor Valentín Cañedo que había provocado tormentas de indignación internacional por sus injerencias en los intereses esclavistas, Pezuela fue enviado a Cuba para tranquilizar a los abolicionistas británicos sobre el respeto de la prohibición de la trata (que se suponía en vigor desde 1820). 

Estableció una vigilancia drástica de los buques y de las transacciones de esclavos. También estableció dos compañías de gente de color, que recordaban las milicias disueltas por Leopoldo O’Donnell, aunque Pezuela había cuidado de integrarlas en los batallones blancos del Ejército. Aquello pasaba de castaño oscuro para los partidarios de la supremacía blanca, que organizaron una campaña en la que presentaban a Pezuela y a Claret como peligrosos defensores de la igualdad de la raza.

Los ataques en contra del arzobispo amigo de los negros empezaron antes del mando de Pezuela, como muestran algunas de las quejas citadas antes. La prensa tomó su parte en el asunto, en particular la del exilio criollo: el periódico La Verdad de Nueva Orleans publicó en 1853 un artículo en contra de los misioneros, a los que acusaban de enseñar la igualdad de razas. 

 Circularon cartas anónimas que denunciaban la política del capitán general que «realzaba al negro al nivel del blanco». ¿Era, en realidad, Claret un amigo de los negros? El prelado se defendió de forma reiterada de promover la igualdad racial y favorecer a las personas de color. Su acción en el terreno de la esclavitud fue muy modesta: sólo trató de cristianizar a los trabajadores sin insistir demasiado en otras cosas. 

Según Claret, un matrimonio entre un hombre blanco pobre y una mujer de color no se podía definir como desigual. Las mujeres de color hasta le parecían las parejas más adecuadas a los maridos trabajadores: eran «activas y diligentes» y «no repugnaba al trabajo». Al contrario, las blancas «regularmente eran holgazanas y amantes de gastar mucho», y «su orgullo las impedía ocuparse en las faenas domésticas. 

Por pobres que fueran, ninguna o muy raras eran las que se sujetaban a vivir sin alguna negra por lo menos que las sirviera». Las tendencias aristocráticas de las blancas eran funestas para los maridos pobres, que preferían las de color y hasta sentían por ellas un gran amor. A la inclinación y al interés económico se juntaba la conveniencia demográfica: las mujeres blancas eran menos numerosas que los hombres a causa de las migraciones de mano de obra masculina y de soldados. 

El último argumento de Claret para favorecer los matrimonios entre pobres consistía en poner en duda la blancura, tanto física como legal, de los supuestos blancos cubanos. Con el cutis quemado por el sol, «la gente del campo […] parece parda indistintamente en la Isla». Según Claret, la mayoría de los legalmente blancos era biológicamente mestiza, y debía su blancura a manipulaciones de los registros de nacimiento. 

El discurso de Claret sobre los blancos pobres recordaba los fundamentos de la política migratoria del marqués de la Pezuela. Defensor acérrimo de la prohibición de la trata, el capitán general trató de sustituir la falta de brazos fomentando la migración blanca. Los impulsores de esta migración reclutaron españoles pobres, en su mayoría gallegos y canarios, como trabajadores contratados. En la Cuba de estas décadas, la mayoría de los trabajadores contratados eran chinos y los españoles eran una minoría. 

Los contratados trabajaban en circunstancias más difíciles que en otros imperios, debido a la vigencia de la esclavitud: las condiciones de viaje eran en particular mortíferas, el trabajo se realizaba junto con los esclavos, las sanciones incluían el látigo y el confinamiento, etc. Pezuela fue acusado de favorecer al contratista Feijóo a pesar de que este exponía a los contratados gallegos a terribles condiciones en las obras de construcción del ferrocarril. 

LA CAIDA DE PEZUELA

La Revolución progresista de 1854 en la Península, combinada con los ataques en contra de Pezuela, causaron la caída del capitán general, al que sustituyó Gutiérrez de la Concha. Este último se aprovechó de su segundo mandato para restaurar la jurisprudencia anterior sobre la prohibición de los matrimonios mixtos mediante la Real Orden de 26 de octubre de 1854. 

Durante los años siguientes, Claret se atuvo a misiones discretas y se dedicó sobre todo a poner orden en el concubinato que implicaba a los sacerdotes. El episcopado de Claret reveló el antagonismo entre dos visiones del orden colonial. El arzobispo daba voz a los sectores menos liberales y más ultramontanos de la monarquía isabelina, con muchos carlistas en sus filas. 

Postulaban una forma de igualdad racial y social de los cubanos en la corrupción. Pretendían elevarlos hacia la civilización católica a través de la inculcación de los valores de la Iglesia y la imposición autoritaria de una sexualidad basada en exclusiva en el matrimonio cristiano. Los opositores de Claret deseaban, por el contrario, mantener o acentuar las distancias entre las razas. El nombramiento de Claret como confesor de Isabel ii en 1857 le permitió abandonar su arzobispado tras su indudable derrota. 

Condensado de un trabajo de Jeanne Moisand
Université Paris I Panthéon Sorbonne

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