EL RESCATE DE SANGUILY COMO NUNCA LO HABÍAS LEÍDO. (FINAL)

Potrero de Jimaguayú- // 
Sanguily, lleno de indignación, lo apostrofó así: —Infame!... ¿Conque te has vendido al enemigo?. El traidor ni siquiera alzó los ojos del suelo. Cambiando de súbito de intención y tono, añadió el brigadier: —Ahora tienes abierto el camino para lavar la mancha que has echado sobre tu honra.

Me cargas a tus espaldas, huyes conmigo por el bosque, nadie es capaz de seguir tus pasos, te reivindicas ante la Revolución y yo, por mi parte, te recompensaré. Manso hizo un signo negativo con la cabeza diciendo con voz apagada: —No puedo.

—¡Largo de aquí, canalla!—gritó el brigadier desesperado. Manso, sin decir palabra, se alejó, siempre con la frente humillada. "Volvió Mont, el sargento que lo hizo prisionero, trayendo el penco enjalmado del brigadier y una cuerda para atar á Sanguily codo con codo.

—¿ Esa cuerda es para mí ?. —Sí,—respondió Mont,—tenemos orden de atar á todos los prisioneros. —A mí no me ata nadie!—exclamó Sanguily con firmeza. —¿Y tú quién eres? —A nadie oculto mi nombre : yo soy el brigadier Julio Sanguily. Entonces Mont le dijo :

—¡Vaya que si eres guapo! Parece mentira que un chico como tú esté viviendo en las maniguas entre tanto negro y tanto chino. Ya hablarás con el comandante y el coronel que están en Jimaguayú, te entenderás con ellos, te embarcarán para Madrid y te darás allí una vida de rey. Vamos, te ataré la cuerda a la cintura para cumplir la ordenanza, e iremos andando para encontrarnos con César Matos, que es el comandante de esta guerrilla.

Sanguily se puso el aparato que le trajo un soldado y se vistió con su pantalón, mojado todavía. Mont lo colocó sobre la enjalma del penco y llevando la bestia del ronzal, se encaminaron hacia el lugar en que estaba el grueso de la fuerza. César Matos, en pie frente á sus soldados, hojeaba el diario de operaciones del prisionero. Interrumpió Matos la lectura, saludó con una inclinación de cabeza al brigadier y le preguntó así :

—¿Dónde está Ignacio Agramonte?

Sanguily le miró con torvo ceño y no respondió.

—¿Dónde está Eduardo Agramonte?. (Eduardo Agramonte Piña, el primo de Ignacio Agramonte)

—Ruego a usted,—dijo Sanguily—no insista en esas preguntas, que no son para dirigirlas a un hombre de honor.

Matos le hizo un nuevo y cariñoso saludo y continuó hojeando el Diario. Viendo Sanguily un grupo de soldados en un extremo, y a su lado doña Cirila, que también había sido hecha prisionera, para que preguntara al práctico Manso si le iban á fusilar en aquel sitio.

Doña Cirila le respondió con señas que que no era allí donde pensaban quitarle la vida como castigo de sus proezas. Matos seguía dando pasto a su curiosidad con la lectura del Diario, cuando vino importuna llovizna a interrumpir su tarea, con gran contento del prisionero que temía que avanzando la lectura, conociese secretos que podrían acarrear perjuicios a la seguridad de sus compañeros de armas.

Como Sanguily estuviese desnudo de cintura arriba y no hubiese otra blusa á mano, Matos se quitó la suya y la ofreció al brigadier, diciéndole : —Le suplico á usted me haga el favor de ponerse mi blusa. Sanguily, agradeciendo el fino presente, lo aceptó sin vacilar.

Como la lluvia continuaba, el amable Mont echó sobre los hombros del brigadier su capote de goma, y más tarde Matos lo obsequió con una cajetilla de cigarrillos y una caja de fósforos. Dio Matos la orden para emprender marcha hacia Jimaguayú, la que se efectuó en esta forma: 40 hombres a la vanguardia, 20 en el centro con el convoy, y 60 en la retaguardia donde iba Sanguily.

El penco que montaba atado por el cabestro a la cola del caballo del sargento Fernández ; a un lado Mont, que llevaba en la diestra la cuerda que había atado a la cintura del prisionero, y al otro, de vez en cuando, el comandante César Matos. La guerrilla, compuesta de 120 rifleros a caballo, había sido destacada de la columna que mandaba el general Sabas Marín, acampada en el potrero Jimaguayú. 

Caminando Mont, decía al prisionero : —Bueno es que yo vaya a tu lado, porque así no se le ocurrirá a ningún soldado pegarte un tiro. Hoy comerás con el comandante. Las provisiones están escasas, pero no faltarán garbanzos, tocino, bacalao y vino tinto. Puso coto a la locuacidad del sargento la llegada de Matos, que después de pedir un cigarro y fuego al prisionero, le dijo:

—Ruego á usted me disimule, si en cumplimiento de mi deber le he hecho preguntas que hayan podido lastimar su decoro de caballero: es lá consigna y había que cumplirla. Sanguily hizo un saludo y Matos marchó á ponerse al frente de la retaguardia.

Dejemos la guerrilla seguir rumbo á Jimaguayú, y volvamos al asistente del brigadier que dejamos cuando huía á través del bosque, donde había quedado el ayudante Diago. Apenas ganó el bosque Luciano Caballero, corrió al encuentro del capitán Diago, al que refirió el infausto suceso.

Diago partió a escape para "Consuegra", montó en el caballo de la avanzada para no alarmar á sus compañeros y entró al paso en el campamento. No obstante estas precauciones, el inesperado regreso del ayudante y la expresión de su semblante, hicieron sospechar que algo insólito ocurría. Cuando Diago se halló á solas con Agramonte le dijo:

—El brigadier Sanguily ha caído en poder de los españoles !

Agramonte, pálido y desencajado, sin oír más palabras, sin averiguar dónde y cómo había sido hecho prisionero el invicto paladín, sin inquirir siquiera cuántos eran los contrarios, hizo venir á su presencia al jefe de día y le ordenó mandase ensillar su caballo Mambí y el mejor de los corceles del brigadier Sanguily. Ordenó que se dispusiesen en marchar enseguida los que pudiesen disponer de caballos en buen estado.

Los 70 hombres que componían la brigada quisieron acudir al llamamiento de su jefe, pero Agramonte escogió menos de la mitad, formando con los jefes y él un total de 35 jinetes, en el siguiente orden: la vanguardia, compuesta de 4 rifleros de la escolta, al mando del comandante Reeve; el resto, donde iba el Mayor con sus ayudantes y los del brigadier Sanguily, a las órdenes del comandante Emiliano Agüero.

Al emprender la marcha, el Mayor dijo á Reeve: —¡A marcha forzada! Cuando divise usted á los españoles, por los que no debe usted ser visto, sin disparar un tiro, viene usted á incorporarse. Uno de los ayudantes del brigadier Sanguily, el capitán Palomino, se acercó a Agramonte y le dijo:

—Creo, Mayor, que se intenta empeñar acción para rescatar a mi jefe el brigadier Sanguily, y si esto es así, le ruego que me señale un sitio en el lugar más peligroso. —Así es, en efecto, y ya esperaba yo esa resolución de los subalternos del brigadier Sanguily. Marche usted al lado del comandante Reeve.

A poco de haber andado regresó Reeve diciendo á Agramonte que no sabía qué rumbo seguir por que se confundían los rastros. —Siga usted el más fresco, ordenó el general. Momentos después volvió Reeve, diciendo: —Mayor, el enemigo a tres cordeles. Con efecto, veías el centro enemigo que iba trasponiendo la cuesta del camino y la retaguardia que le seguía, en tal disposición parecía que el contrario contaba con mayor número.

A la vista del enemigo los soldados se apiñaron en torno de Agramonte, silenciosos y conmovidos. Por un momento no se oyó más rumor que el de las espuelas y el cocear de los caballos. Agramonte, mientras desenvaina el sable de empuñadura dorada, decía con voz entera : —¡Comandante Agüero, diga usted a sus soldados que su jefe, el brigadier Sanguily, está en poder de esos españoles: que es preciso rescatarlo vivo ó muerto, ó perecer todos en la demanda!

Y volviéndose á la izquierda, gritó con ronco acento: —¡Corneta, toque usted á degüello!. Al oír los sones del clarín cubano, se oyó la voz del comandante César Matos que gritaba: —¡Guerrilla, pie a tierra, atrincherarse!

La caballería española descabalgó rápidamente, puso en línea los caballos, a manera de barricada viva, y comenzó a disparar sus rifles sobre los agresores, que por un momento detuvieron indecisos sus corceles. En aquel instante el capitán Palomino, blandiendo su tajante acero, exclamó : —¡Adelante!... yo seré el primero en la carga, seguidme!.

Y lanzando su caballo al galope, se puso al frente de la vanguardia compuesta de 4 rifleros de la escolta. Uno de estos, un mulato de 17  años que iba gritando con frenética alegría: «¡Adelante siempre!», fue el primero que mordió el polvo. Una bala enemiga le atravesó el cráneo.

Arremetiendo Palomino con los que se oponían a su paso los arrolló, dando muerte a dos guerrilleros, entrando por la brecha los que le precedían, y trabándose una terrible lucha cuerpo a cuerpo.

Considerando Agramonte que el éxito de la empresa era dudoso, quedaba confiado al esfuerzo de los jinetes. Hizo desmontar cinco de los rifleros con los cuales flanqueó al enemigo por la derecha, y gracias a las altas y espesas maniguas les hizo fuego, con lo cual logró sembrar el desconcierto en las filas contrarias.

Mientras tanto, Mont había desaparecido. El sargento Fernández, a la cola de cuyo caballo e iba atado el penco que montaba Sanguily, se encaminó hacia la manigua diciendo al prisionero : —Sigúeme; ¡y cuidado como te escapes!

Sanguily asió el penco por la brida, y la cuerda se rompió, internándose solo en las maniguas el aturdido sargento. Como Agramonte alcanzó ver la chaqueta de oficial que vestía Sanguily, obsequio del comandante Matos, dijo á sus soldados:  —¡Fuego á ese jefe!

Las balas cubanas respetaron al ilustre inválido, quien al ver subir la cuesta a un oficial que, con el rifle en mano, corría hacia él, creyóle su presunto ejecutor y le gritó para desconcertarlo: —¡ Teniente, venga usted que estoy solo !

Pero el oficial, como alma que lleva el Diablo, siguió su carrera desatentado y ciego. Entonces Sanguily, sin custodios, viendo el desconcierto de sus enemigos, hostigó su cabalgadura y se dirigió hacia sus compañeros. Para advertirles de su presencia agitó el sombrero en la diestra, gritando : —¡Viva Cuba Libre!

Y al mismo tiempo una bala le hirió en la mano que hoy muestra atrofiada como recuerdo de aquella jornada incomparable. Agramonte, lívido por la emoción, estrechó entre sus brazos al héroe rescatado, que no pudo contener sus lágrimas. Los soldados arrojaron las armas al suelo y se abrazaron a las rodillas del titán camagüeyano y besaban los pies al Brigadier.

Vueltos en sí del regocijo del triunfo, Agramonte entregó el rescatado a los capitanes Arango y Díaz, diciéndoles que respondían con sus vidas de la del brigadier, y ordenó la última carga, que dio por resultado la total dispersión del enemigo. Las tropas del gobierno dejaron sobre el campo once muertos. La pequeña legión de Agramonte tuvo dos y cinco heridos.

Doña Cirila se unió á los soldados cubanos, trayendo tres rifles que recogió en el sitio de la refriega. Menos animoso y fiel que la ranchera, otro de los prisioneros, el mulato Ramón Llinàs, voló a Puerto Príncipe a dar la nueva de la captura de Sanguily, esperando obtener, como premio de su diligencia, la vida y una gratificación.

La noticia circuló por la ciudad con rapidez y se hicieron los  preparativos para recibir al prisionero. "El Fanal" dio a la luz un artículo tremebundo, en que anunciaba a los leales que pronto el monstruo de la Revolución expiaría en el cadalso sus inauditos crímenes.

Agramonte y los suyos se retiraron, y estuvieron oyendo hasta las doce de la noche de aquel día los sones de la corneta española llamando a los dispersos. Más tarde, cuando el general Agramonte refería la proeza del rescate, decía a sus oyentes : —Mis soldados no pelearon como hombres : lucharon como fieras!.

FIN

Maldita Hemeroteca.

Manuel de la Cruz
Fuente: Tomado del libro "Episodios de la Revolución Cubana", de 1911, del autor Manuel de la Cruz, con prólogo de Manuel Márquez Sterling y notas biográficas de Domingo Figarola-Caneda.

Nota: Este episodio fue publicado con el pseudónimo "Un Occidental" en el diario de la Habana "El Cubano", de 1887 a 1888, y también como apéndice al libro "La Tierra del Mambí", traducción de la obra inglesa de James J. O'Kelly.