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EL RESCATE DE SANGUILY COMO NUNCA LO HABÍAS LEÍDO. (PRIMERA PARTE)


El día siete de Octubre del año 1871 el mayor general Ignacio Agramonte acampaba con la fuerza de su mando, compuesta entre oficiales y clases por setenta jinetes. Reponían fuerzas en el potrero "Consuegra", al sur de la ciudad de Puerto Príncipe y relativamente cerca de otro potrero llamado "Jimaguayú".

Había llevado a feliz término una operación militar por el territorio camagüeyano que había durado un mes, y cuyo objeto inmediato fue mantener aguerrida y disciplinada su pequeña hueste. A dos leguas del campamento, en un rancho de pacíficos, guardaba toda su indumentaria el brigadier Julio Sanguily, y hacia allí envió a uno de sus asistentes.

No tardó en regresar aunque con las manos vacías: el rancho era un montón de escombros, mientras que sus habitantes habían desaparecido. Imposibilitado físicamente como estaba para andar a pie, Sanguily hizo llamar á Agramonte y le invitó a sentarse en una hamaca. Le contó como la tea del enemigo había reducido a cenizas todo su ajuar, con lo cual al día siguiente pensaba ir al bohío de doña Cirila, para que le lavasen el traje que vestía.

Agramonte se opuso a la idea, arguyendo las probabilidades de que Sanguily cayese en poder de las tropas del gobierno. El general insistió, y aunque Agramonte persistió en su oposición, el mayor cedió y advirtiéndole que un día sus audacias le pondrían en manos de los españoles, que consideraban una captura suya de gran valor.

Al día siguiente, en las primeras horas de la mañana, acompañado de su ayudante el capitán Diago, su asistente el moreno Luciano Caballero, y llevando consigo tres enfermos que iba á confiar sus cuidados a doña Cirila, emprendió marcha el brigadier á través del bosque con unos pencos jamelgos, pues los caballos estaban necesitados de descanso por las penosas jornadas de la última operación.

Al cabo de una hora de marcha llegó la caravana a la estancia de la buena mujer, (Cirila) que era indistintamente ama de llaves, confidente y hermana de la caridad de los revolucionarios. En medio del predio había dos bohíos, el uno habitado por la dueña, el otro que hacía las veces de hospital, se encontraba más cerca del sendero que lo separaba del vecino bosque.

El capitán Diago quedó rezagado en el bosque. Sanguily fue ayudado a bajar del caballo y fue sentado en un taburete de espaldas al sendero, colocando junto a él su diario de operaciones, el reloj, el sombrero y el aparato metálico con que reemplaza su falta de rótula. Luciano Caballero se alejó con los caballos para llevarlos a pastar. Amén de los recién llegados y doña Cirila, había en los bohíos dos mujeres y algunos enfermos y entre éstos un paralítico.

Mientras una de las mujeres lavaba junto a un pozo cercano al sendero la ropa del Brigadier, doña Cirila le preparaba su desayuno. Dirigíase doña Cirila hacia el lugar en que estaba Sanguily para que saborease una muestra de su cocido, cuando entre asombrada y medrosa, mirando al bosque, exclamó : 

—¡ Ahí están los españoles ! 

Sanguily se volvió y vio un flanco de guerrilleros enemigos avanzando hacia el bohío.

Todos los que rodeaban al ilustre inválido, incluso el paralítico del bohío, pusieron pies en polvorosa , mientras que Luciano Caballero, rifle en mano, se puso de cuclillas ofreciendo las espaldas a su jefe para cargarlo y llevarlo a cuestas al bosque y diciendo: 

—Monte, mi brigadier !

Sanguily arrojó al suelo el rifle del asistente para hacerle más fácil la carrera, se abraza a su cuello y el soldado emprende la huida. Cerca del bosque, el enemigo consigue caer sobre los fugitivos; Sanguily se agarra a la rama de un árbol, ordena al asistente que gane el bosque, y se queda balanceándose en el aire resignado a su suerte. Un sargento se echa el rifle á la cara y sin dejar de fulminarle el arma le grita :

 —¡Mambí, date preso o te mato!. Sanguily, mostrándole la abierta herida del tobillo, le responde: 

—¿No ves que no puedo huir?

—¡Aviado estás!—añade el sargento, y arrojando el arma al suelo ofrece sus lomos al brigadier, conduciéndolo al taburete que ocupaba momentos antes y del lado del cual habían desaparecido el aparato, el reloj y el diario de operaciones. 

De nuevo, y por un instante, quedó solo y prisionero. El primero que se le acerco por mera curiosidad, fue el práctico de la columna. Al hallarse cara a cara con el brigadier el práctico, avergonzado, bajó la cabeza. Aquel miserable de apellido Manso, había militado a las órdenes de Sanguily, habiéndose pasado al enemigo para servirle de perro de busca.

FIN DE LA PRIMERA PARTE