LAS FRITAS Y LA CHORICERA: EL SORDIDO MUNDO DE MARIANAO

Silvano Shueg Hechevarría. El Chori grafitero de la tiza. // 

Hacia los años 20, coincidiendo con el apogeo del son en La Habana, en el área de la playa de Marianao comenzaron a nuclearse conjuntos sextetos y septetos así como rumberos y en general músicos y bailarinas de extracción humilde --es decir, artistas empíricos--, muchos procedentes del interior, y en particular de Oriente.

En una de esas estampas, la titulada “El son”, aquel joven intelectual, Jorge Mañach, escribe: “Son nuestros juglares tropicales: truhanes y melodiosos como los de antaño. Esta es una de sus “buscas” confesables. Van de fiesta en fiesta, y a la vez que “se ayudan” conservan los sones de la tierra. ¡Dios los bendiga!”.

Una fotografía de 1936 muestra a uno de esos grupos soneros de la Playa de Marianao: casi todos negros y mulatos, como era la tradición. Un claro indicador de las relaciones raza/pobreza y de la música como método para ganarse el pan y para la movilidad social ascendente.

Posan en un escenario que formaría parte de la identidad del sitio: techo de guano y paredes de yagua, a lo bohío agreste, una huella cultural del tipo de población que había llegado a la ciudad huyéndole a las crisis de las vacas flacas. En los años 50 el musicólogo español Adolfo Salazar bautizó lo que allí sonaba como la “Música de las Fritas”.


El lugar se había ido poblando de bares con nombres tan sonoros como programáticos: “El Francés”, “El Inglés”, “El Gallito”, el “Milo Bar”, el “Caña Brava”, “La Bombilla”. Y de cabarets de bajo costo que se llamaban “Mi Bohío”, “El Niche”, “El Flotante”, “El Panchín”, “El Pompilio”, “La Taberna de Pedro”… Entre ellos, los más famosos eran el “Rumba Palace”, “La Choricera” y el “Pennsylvania”, todos envueltos en un derroche de anuncios lumínicos, a la manera de La Habana de entonces.

“La Choricera”, “El Niche”, “Los Tres Hermanos” y el “Rumba Palace” despuntaban por las presentaciones del santiaguero Silvano Shueg Hechavarría (1900-1974), más conocido como El Chori, un percusionista con una vida personal bastante trágica, otro que estuvo en la cima y terminó su existencia en el más completo anonimato en un cuartucho de la calle Egido.

Había nacido el 6 de enero de 1900 en calle Trinidad # 56 entre Reloj y Calvario, en Santiago de Cuba. Su madre Eloysa Hechavarría, su padre Silvan Shueg. A La Habana llegó en 1927, trabajó en la Academia de Baile de Marte y Belona (muy famosa academia, en Monte esquina a Amistad. Después se montó en un tranvía hacia la Playa de Marianao, donde confluía la bohemia capitalina, para allí pronto devenir en una verdadera institución de la percusión y lo demás es historia.

Por allí pasaron desde Errol Flynn, Marlon Brandon, Agustín Lara, Cab Calloway, Gary Cooper, Toña la Negra, Berta Singerman, Ernest Hemingway, María Félix, Imperio Argentina, Josephine Baker, Pedro Vargas, Tito Puentes, Ava Gardner, Lucho Gatica, Tennessee Williams y el granadino Federico García Lorca en el verano de 1930, le gustó tanto el ambiente que se hizo un habitual en Las Fritas, para ver su espectáculo.

Más tarde llegaron sus ocurrencias, timbales, bocinas, sartenes, cencerros y demás instrumentos extraños en aquellas veladas, pero que comenzaban a llenarse. Con una simple tiza, dejaba sus trazos por los lugares más disímiles de La Habana, lo cual contribuyó sin dudas a su promoción misma. Todo el mundo sabía que la Playa de Marianao era su Reino de este Mundo, aunque no saliera por la televisión.

Marlon Brando en la playa de Marianao.

Schueg participó en películas como “Un extraño en la escalera”, con Arturo de Cordova y Silvia Pinal y “La pandilla del Soborno” “Noche en La Habana”, con el actor Erroll Flynn. Fue además autor de “La choricera” y “Hallaca de Maíz”, uno número que fue adaptado por el sonero venezolano Oscar de León. Solía vérsele casi a diario en el restaurante "La Zaragozana" en la calle Monserrate No 352, entre Obispo y Obrapía

PARA CERRAR LA NOCHE...

Y como para cerrar la noche, después de cervezas Hatuey, highballs de Canada Dry con Matusalén, y de calenturas al ritmo del cadencioso son y la rumba, hacia adentro, un poco más alejado de la Quinta Avenida, había un conjunto de posadas y prostíbulos que retroalimentaban lo que ya se sabía de La Habana, la reina de los placeres.

El más renombrado de los últimos, ubicado en la calle 112, rendía tributo, de nuevo, a la ruralidad: “La Finquita”. La marginalidad y la pobreza habaneras tienden a quedar entre paréntesis en los discursos nostálgicos. Hurgar en sitios como estos las sacan, sin embargo, a flote sin el más mínimo resquicio para la duda, como lo hizo el sociólogo norteamericano Oscar Lewis en el barrio de Las Yaguas a fines de los años 40.

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