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EL HÉROE QUE NO MURIÓ EN CASCORRO.


Para el que no lo sepa, Cascorro es un pueblo dedicado a la ganadería y localizado a unos sesenta kilómetros de la provincia cubana de Camaguey, y en el siglo XIX fue escenario de varios combates entre soldados españoles y rebeldes cubanos, en concreto tres veces.

Durante el ultimo y definitivo alzamiento de 1895, el tercero de los tres ataques fallidos y donde perdió la vida un hermano del lugarteniente general Antonio Maceo de nombre Miguel, ocurrió un suceso de tanta valentía, que mereció una estatua en la capital Española. Esta ubica el llamado "Rastro de Madrid", donde hay un parque que lleva incluso el nombre de Cascorro y en el cual hay una estatua dedicada al soldado Eloy erigida en 1941.

De hecho, este parque es conocido en Madrid como la "Plaza Cascorro" en memoria a lo sucedido, que en este caso es el tema de este post. En concreto se trata de la historia de un soldado que resistió valientemente el cerco del entonces nombrado lugarteniente general del ejercito libertador, el Holguinero Calixto García Íñiguez, pero vamos por parte.

Conocimos la historia contada por la prensa española, aun así no es muy conocida la heroicidad que fue capaz este soldado que le hizo merecedor de ese monumento. De hecho, rara vez la prensa de la época dedicaba renglones a una figura en específico, menos si se trataba de un soldado, pero en este caso Eloy adquirió verdadera fama en los medios. Así lo narró la revista «Blanco y Negro» el 30 de enero de 1897: 

"Es, sin duda, el soldado que más popularidad ha alcanzado en la presente guerra. Gonzalo, quizás sin pretenderlo, fue un compendio de heroicidad y bravura entre los defensores de aquel pueblo de Cascorro, localidad situada en a 60 kilómetros de la provincia de Camagüey, antigua Puerto Príncipe".

Hay personas que tienen un destino heroico desde que nacen. Como fue su caso, porque fíjese que Eloy fue recogido el 1 de diciembre de 1868 por las monjitas de la inclusa de Madrid, tras haber sido abandonado en la puerta por sus padres. El bebe llevaba adosada al canasto una nota que rezaba: «Este niño nació a las seis de la mañana. Está sin bautizar y rogamos que le ponga por nombre Eloy Gonzalo García, hijo legítimo de Luisa García, soltera, natural de Peñafiel».

Tras haber sido bautizado con los datos, fue asignado a Braulia, la esposa de un guardia civil que acababa de perder un hijo con lo cual Eloy vivió en una casa cuartel. A los doce o trece años, cuando la inclusa dejó de pagar los gastos del chiquillo, Braulia tuvo que pedirle que se independizase. Como tantos jovenzuelos de la época, el ejercito fue el destino final tras haber probado suerte en diversos oficios.

Al final, en 1889 se alistó como quinto en el Regimiento de Dragones de Lusitania, donde, sacrificado como era, llegó a cabo en sólo dos años. De ahí pasó al Instituto de Carabineros del Reino, un cuerpo muy prestigioso que dependía del ministro de Hacienda. En fin que todo le iba bien cuando el destino le deparó una mala jugada.

En 1895 se dirigía a encontrarse con su prometida, cuando la pilló en flagrante infidelidad con un superior, un teniente al que amenazó con su arma reglamentaria Hay quien dice que llegó a dispararle. Como quiera fuera una falta grave que le costó la expulsión del cuerpo y una larga condena en la cárcel militar de Valladolid.

En presidio le sorprende el estallido de la guerra en Cuba, con el Grito de Baire, lo que obligó al Gobierno a efectuar una movilización masiva, incluyendo a los reos que tuvieran experiencia militar. Eloy Gonzalo, como el primero, se apresuró a comprar ese billete a la libertad y se alistó en el primer reemplazo, bajo el juramento de verter su sangre «por la nación en los campos de la isla de Cuba».

En noviembre partió de La Coruña a bordo del vapor León XIII. Cumplió los veintisiete años en el mar y llegó a La Habana el nueve de diciembre. Nada más poner pie en la isla le enviaron al interior, a Camagüey, con el Regimiento de Infantería María Cristina nº 63. El tipo de guerra que los españoles se encontraron en Cuba era desconcertante para el soldado de a pie. No existían los frentes, y el enemigo aparecía y desaparecía con celeridad después de dar certeros golpes. 

La estrategia del general Weyler consistía, a grandes rasgos, en partir la isla en varios sectores, que, aislados entre sí, se controlaban con fortificaciones o blocaos dotados de artillería y guarniciones de infantería. Como este que le mostramos en la imagen de arriba, y que en Cascorro, pueblo de poca importancia socio económica, sí habían varios de este tipo en misión aisladora con respecto a Camaguey. (Puerto Príncipe)

El blocao de Cascorro tenía tres fuertes, unidos por una línea de trincheras que se embarraba hasta hacerse intransitable en cuanto se ponía a llover, circunstancia climatológica muy frecuente en la isla entre mayo y octubre. El 22 de septiembre de 1896, de madrugada, un batallón de unos 2.500 rebeldes equipados con dos piezas de artillería atacaron la plaza, con el conocimiento de que la guarnición española era escasa y estaba mal armada. El oficial al mando, el capitán Neila, sólo tuvo tiempo de enviar un mensajero a pedir socorro al cuartel general.

A la semana y media de sitio, la guarnición española estaba al límite de sus fuerzas. La disentería causaba estragos, y la ayuda desde Camagüey no llegaba porque los fusileros y la caballería que había enviado el general Jiménez Castellanos estaban atascados en el camino por culpa de las fuertes lluvias. Para colmo, la munición escaseaba, apenas quedaban víveres y algunos soldados estaban cayendo víctimas del tifus y la malaria. Los rebeldes, entre tanto, bombardeaban incansablemente los fuertes.

El guerrillero Máximo Gómez, sabedor de que los soldados del Rey estaban en las últimas, envió un mensaje en que conminaba a Neila a rendirse: aunque respetaba su «valor y resistencia», no era necesario hacer «mayores sacrificios». Neila respondió de inmediato como lo hubiese hecho un capitán de los Tercios de Flandes:

He admitido al parlamentario que me envía usted porque creí que, habiéndose desvanecido todas vuestras ilusiones de triunfar, y aprovechando la bondad de España, veníais a acogeros al indulto. Nosotros no nos rendiremos nunca, y no me envíen más recado, o haré fuego sobre el emisario.


El capitán sabía que la infantería española no se rendía jamás, y estaba preparado para entregar su vida y la de todos sus hombres. Los cubanos, españoles rebeldes, pero españoles al fin y al cabo, eran de idéntico talante, así que lo de Cascorro se prometía tan largo y tan sangriento como siempre que dos de los nuestros se entierran hasta la cintura y se lían a palos. Hacía falta un milagro.

A Neila se le ocurrió que el único medio de romper el asedio sería infiltrar a un hombre dispuesto a morir en el cuartel enemigo –a sólo 50 metros de distancia–; su objetivo sería incendiarlo. El 5 de octubre por la tarde pidió voluntarios entre la tropa. Eloy Gonzalo, aquel inclusero madrileño que había ido a la guerra para librarse de la prisión, dio un paso al frente. Era huérfano, nadie le esperaba en España y, si sobrevivía, podría reiniciar su carrera militar donde en mala hora y por mala mujer la había dejado año y medio antes.

Sólo pidió una cosa: que le atasen con una cuerda para que, si fallaba el plan, sus compañeros pudiesen recuperar su cadáver y honrarlo. Salió al anochecer pertrechado de un máuser, una antorcha y una lata de petróleo. Y cumplió su cometido: aún en la noche, la casa Miguel Hernández, cuartel general de los rebeldes, era pasto de las llamas, mientras Gonzalo, agazapado, batía rebeldes sin cuento. Neila envió un pelotón en ayuda de Gonzalo, al que trajeron de vuelta a las líneas monárquicas, ya convertido en el héroe de Cascorro.

Al día siguiente llegaron las tropas de refuerzo de Jiménez Castellanos. Desmoralizados, los mambises se dispersaron. El sitio de Cascorro había sido levantado, y con heroísmo. La noticia viajó rauda en ferrocarril hasta La Habana, y de ahí a Madrid. Weyler envió un telegrama a Neila en el que le informó de que le había sido concedida la Laureada de San Fernando y se la había ascendido a comandante. El auténtico héroe, Eloy Gonzalo, tuvo que conformarse con la Cruz de Plata al mérito militar.

La machada del joven infante del regimiento María Cristina era el canto del cisne de un ejército condenado a la derrota. Dos años después, estalló la definitiva Guerra de Cuba. Nadie se acuerda de los héroes cuando las guerras se pierden. En España, a Eloy Gonzalo se le daba por muerto, y sus paisanos de Madrid recreaban una y otra vez la heroica historia del desheredado de la fortuna que daba su vida por la patria como nos gusta aquí, a pecho descubierto y con un par.

Pero no, Eloy Gonzalo no murió en Cascorro, sino unos meses después, en un hospital de Matanzas, de enterocolitis ulcerosa gangrenosa, causada por la mala vida y peor alimentación del ejército español en Cuba. Los héroes no mueren así, de algo tan vulgar como una colitis, por eso nos inventamos una versión alternativa más acorde con la talla del personaje y de la gesta.

Años después, cuando las heridas empezaban a cicatrizar, el ayuntamiento de Madrid repatrió el cadáver y le erigió un monumento en una plazuela del Rastro. Y allí quedó, inmortalizado para la eternidad, corriendo con su lata de petróleo, su fusil al hombro, su bayoneta calada y su determinación suicida. España perdió una guerra; Madrid, en cambio, ganó un héroe. Y qué héroe, el de Cascorro. Casi nada.

Adaptado de un artículo de Fernando Díaz Villanueva (Blog personal)