.

LA VERDAD EN LA MUERTE DE MACEO: NI EN LOS CENTROS ESPIRITUALES


En la finca "Purísima Concepción" del barrio rural de San Pedro, se encontraba emplazado el transitorio campamento del lugarteniente general Antonio Maceo. Cerca estaban las tierras de La Matilde, Bobadilla y La Jía. Era en La Habana, donde los bosques se convirtieron en sabanas y después en tierras fértiles que, a su vez, se dividieron una y otra vez en propiedades pequeñas como parte de un proceso agrario y urbanístico de los siglos XVIII y XIX.

A las nueve de la mañana llegó Maceo con su escolta y su Estado Mayor. El campamento lo recibió con la euforia habitual de quienes habían oído leyendas sobre el Héroe de Baraguá. Las tropas formaron por regimientos y el lugarteniente general pasó revista. “Con esas fuerzas se puede ir al cielo”, exclamó satisfecho el llamado Titán de bronce.

A las cuatro de esa misma tarde, los coroneles Juan Delgado y Alberto Rodríguez, y el comandante Andrés Hernández, atacarían por el barrio de "El Pocito"; en Marianao, otro grupo entraría por la playa mientras que Maceo lo haría por La Lisa con el resto de los hombres. Luego seguirían todos juntos por la calzada real, la actual avenida 51, hasta llegar a Tejas en Cerro. Doblarían en Jesús del Monte y ya, en La Víbora, cogerían rumbo a las lomas de Managua donde se encontrarían con el general José María Aguirre, jefe de la División Habana.

El objetivo principal de esta operación era, según el estratega, “dar un escándalo esa noche” y ridiculizar al capitán general de la Isla, Valeriano Weyler, quien se jactaba de tenerlo atrapado en Pinar del Río, a un lado de trocha de Mariel a Majana. Maceo había cruzado en bote la Bahía del Mariel, así que nadie se lo imaginaba en territorio habanero, y menos aún con Marianao entre las cejas. Pero se oyeron disparos y el Titán de Bronce decidió al instante que Marianao no sería para ese día.

Lleno de cólera por la sorpresa, (probablemente fuera un chivatazo) pidió un corneta y empezó a prepararse para la batalla. Mientras los mambises descansaban bajo las arboledas, despreocupados y ociosos, la columna española de San Quintín –dirigida por el comandante Cirujeda y compuesta por tres compañías de infantería y tropas de caballería– había alcanzado el campamento sin ser vista por ningún explorador cubano.

Sorpresa total para ambos bandos, pues si bien los españoles sabían de movimiento insurrecto por la zona, no esperaban tropezarse con tantos enemigos: los sesenta jinetes de la escolta de Maceo habían dejado un rastro que fue descubierto por los españoles. Casualmente, el comandante mambí Rodolfo Bergés consultaba su reloj cuando sonaron las primeras descargas de fusilería: las tres menos cinco de la tarde. A esa hora inició el combate de San Pedro.

La guardia de avanzada del campamento disparó en cuanto se topó con la caballería de la columna española. Esta última supo que, tras esa alerta, los refuerzos llegarían pronto; entonces cargó sin mesura hasta donde las espuelas permitieran. Muchos cubanos huyeron a la desbandada, mientras que otros se interpusieron entre los atacantes y la tienda del lugarteniente general.

Pronto los insurrectos contraatacaron y los jinetes se retiraron hacia el flanco derecho de la infantería, que se había posicionado detrás de una cerca de piedra. Ningún corneta aparecía por todo aquello. Maceo intentaba subir la moral y reorganizar sus tropas con un toque “a degüello”. Daba igual, porque, una vez listo, desenvainó el machete y fue a La Matilde donde estaba ocurriendo el grueso de la acción.

Maceo, sin necesidad ninguna porque ante semejante numero de enemigos bien pudo retirarse, ya lo había hecho infinidad de veces, esta vez le ordenó a Baldomero Acosta y a Juan Delgado que sostuvieran el fuego en el frente de La Matilde y, sin levantar sospechas, salió a ejecutar el plan pensado.

Si hubiera continuado por el norte, a través de un palmar que estaba después del guayabal, hasta la entrada principal de Bobadilla, con su machete hubiera amputado cien almas peninsulares; pero decidió entrar por el mismo guayabal y abrir un portillo en la cerca de piedra.

Evidentemente, él y sus acompañantes desconocían el terreno, porque atravesando el boquete se encontraron con la infantería enemiga a cuatrocientos metros detrás de un muro y, en otra dirección, a setecientos metros, un pelotón entero de guerrilleros. Era un fuego cruzado, la “tijera” letal que describió el coronel Juan Delgado. 

Como estaban bloqueados por rocas en todas las otras direcciones, Maceo y su tropa se movieron hacia la derecha. Se dividieron en dos grupos para evitar los tiros, pero igualmente frenaron ante una cerca de alambre que usaban los campesinos para proteger las zonas cultivables del ganado vacuno. “Corten el alambre, rápido”, gritó Maceo.

Había que desmontarse del caballo y dar machetazos a púas y hierros. Tardaría pocos minutos, pero detrás aún quedaba otra cerca de piñón. Agrupados frente a la alambrada se volvieron blancos fáciles ante el calibre de un máuser. Maceo se volteó hacia José Miró Argenter y, con voz trémula le dijo: “Esto va bien”. 

Fueron sus últimas palabras. 

Un certero balazo le desprendió el maxilar inferior, el reguero de sangre era incontrolable, era un disparo mortal por obligación. Entonces se produjo la desbandada. Sí, léalo bien, todo el mundo salió huyendo de allí como pudo, quedando Maceo tendido en el prado a merced del "canibaleo" de los soldados y guerrilleros.

El brigadier Miró Argenter salió con el pretexto de haber sufrido una herida; el coronel Zertucha, médico personal del caído, huyó alegando que buscaría medicinas; el general Pedro Díaz negó su ayuda en el traslado del cadáver hacia una zona segura. Se largo literalmente hacia La Matilde en busca de un "supuesto refuerzo"; pero cuando llegó no pidió nada, y solo informó que habían herido o matado a Maceo.

Los mambises en la finca Bobadilla huían sin ofrecer resistencia. Los españoles no los persiguieron y se lanzaron a saquear los cadáveres en busca de botines de guerra. Tuvo que ser Juan Delgado que apelando a lo que quedaba allí de hombría, decidió rescatar el cadáver y acaudilló a su gente mediante una histórica arenga: “el que sea cubano y tenga valor, que me siga”. Ya se habían marchado casi todos los españoles. 

LA EXHUMACIÓN 

“Pedro, ¿está seguro que es aquí donde están los cuerpos?”, cuestionó Gómez, ansioso. “Estoy segurísimo de eso. Tanto es así, que va a encontrar a su hijo apoyado en el brazo derecho del general”, afirmó Pedro Pérez. Los ayudantes siguieron cavando y finalmente se toparon con los esqueletos de Maceo y Panchito en la misma posición que había augurado el campesino.

Tres años después de un entierro furtivo, el diecisiete de septiembre de 1899, afloraban las osamentas sin rostros ni carnes por los que fueran reconocidos. A Maceo le habían saqueado su chamarreta y otras pertenencias distintivas, pero un pedazo de lo que fue su camiseta interior seguía atado a sus huesos. A nadie le importó si la tela era roja o si estaba bañada con su sangre criolla. Era suya, y con eso bastaba para inmortalizarlo. 

SOUVENIRS: 

Cuatro ejemplares similares: uno lo tiene el Archivo Nacional de Cuba; otro el Museo de la Revolución; un tercero está en el Museo Simón Reyes, en Ciego de Ávila y, el último, en la Oficina. “Deben ser todos de Salvador Cisneros Betancourt. Son igualitos.

Hay dos que he llegado a confirmar (el de su archivo y el de Ciego de Ávila), pero los restantes deben tener el mismo origen”, opina. La certeza de que el artífice fuera el Marqués de Santa Lucía se debe a su firma, avalada con la letra y el cuño del notario Gaspar Varona.

“Parece que él se dedicó a hacerle regalos a personalidades y a gente cercana con pedazos de la camiseta. Todos certificados. Se volvió una pieza coleccionable”, explica el historiador y agrega: “Cada fragmento parte de un tramo más grande, con el cual hizo recortes pequeñitos. No tengo idea de cuántos recortes hizo.

Probablemente serían más de cuatro, o más”. Aparte del pequeño segmento de camiseta en la bandera de seda, el Museo de la Revolución guarda además un trozo más grande de la misma reliquia, uno que en nada se relaciona con Cisneros. Anteriormente, este se guardó en el Museo de Santiago de las Vegas y, antes de 1959, en el ayuntamiento de esa localidad.

Hoy se cumplen ciento veintinueve años de estas dos caídas, José Antonio de la Caridad Maceo y Grajales y su ayudante Francisco, "Panchito", Gómez Toro. 

Fuente: Publicado por la revista Bohemia. No lo busque, ya lo borraron, no aparece ni en los "centros espirituales".  Les dejamos el link por si tiene mejor suerte. https://bohemia.cu/historia/2021/03/la-ultima-vestidura-del-general/ 

NOTA

Tan solo agregar que erróneamente se ha especulado que fue el padre de Fidel Castro, Ángel, quien participó en esta muerte. Nada más lejos de la verdad. 

Fueron dos certeros disparos hechos por el franco tirador Victorino Campos Hernández, quien mantuvo el secreto por orden del comandante Cirujeda. Nada ni nadie podía opacar el mérito de esta muerte al general Valeriano Weyler.

Quien destapó este bombazo en Cuba fue el periodista Ramón Vasconcelos Mariaglano, en réplica a un artículo publicado el 20 de mayo de 1916 en el periódico “La Prensa”, bajo el título de “Flores de trapo”, donde se dejaba entrever que Maceo y Panchito habían caído a mano de los "traidores cubanos".

En una posterior entrevista, Victoriano confesó que ni el mismo sabía quienes eran, que solo había necesitado hacer dos disparos al verlos parapetados detrás de un caballo muerto, y que en ese momento hicieron añicos la ilusión libertaria de aquellos rebeldes cubanos.