El apóstol José Martí, que siempre veló por la pureza de la Revolución, quiso cambiar la manera de vivir que tenía el bandido Manuel García Ponce. El apóstol quería convertirlo en un hombre de bien, y como ejemplo le rechazó una cantidad de ocho mil pesos que este cuatrero, aspirante a patriota, le envió para la causa.
Martí sabía que ese dinero procedía de un rescate cobrado por un secuestro. Manuel García le pidió a Martí que aceptara su donativo para la causa, pero este le explicó que la Revolución no estaba de acuerdo con su vida anterior, y que si la guerra revolucionaria estallaba, entonces tendría oportunidad de demostrar su pregonado patriotismo.
En esa época Manuel García, que era natural de Alacranes en Matanza, estaba siendo perseguido por ser lo que fue, un tremendo cuatrero, aunque el castrismo se empeñe en seguir limpiando su imagen de "supuesto mambí". En más de una ocasión estos elementos cometieron fechorías en nombre del ejército libertador.
El Capitán General Camilo García Polavieja, sabía que el máximo exponente de estas ilegalidades en la región era Manuel García, y que tenía su núcleo originario en distintos enclaves del actual municipio matancero de Unión de Reyes, fronterizo, al Oeste, Nueva Paz, Limonar, Pedro Betancourt que antes se llamó Corral Falso de Macuriges, y en Jagüey Grande, en estrecho maridaje con la Ciénaga de Zapata.
Los integrantes de la partida, en su mayoría de raza blanca y entre los que habían parientes suyos, casi todos provenientes de las islas Canarias, operaban unidos a la del mulato José Rosales, con no menos de medio centenar de parientes. Así fueron definidos algunos de los encubridores en los informes de las autoridades de orden público:
«Francisco González Perera, es un canalla Isleño; gran abrigador de pillos, cínico, y espía, un portento por todos los movimientos que puede espiar». Estos sitieros actuaban en numerosas ocasiones de forma solidaria con sus parientes insumisos, razón por la cual los bandidos pudieron hacer frente al gran empuje represivo.
Negros e isleños conformaron en grandes proporciones la población rural del Caribe español y en el ámbito concreto de la sitiería, donde siempre se destacó el humilde poblador procedente del archipiélago canario que convivía con la actividad especulativa del gran cultivo exportador, la caña de azúcar, y que con infinitos sacrificios conseguía y después de años de trabajo, la propiedad de un pequeño feudo con el que apenas podía hacer frente a la vejez y tampoco regresar a su tierra originaria.
Además, en el éxito de la represión contra no pocos de estos delincuentes, especialmente bajo el mandato de Polavieja, está bastante clara la colaboración con las fuerzas represivas de ciertos hacendados, cuyo doble juego no podría garantizar, en el clímax de la acción represiva, su seguridad personal o sus deseos de obtener determinadas prebendas del régimen colonial y sus propios intereses económicos.
En un corto espacio de tiempo, entre 1891 y 1892, fueron abatidos bandidos muy famosos, como Antonio Mayol o Mayor, Andrés Santana Pérez, Tomás Cruz, Pedro Palenzuela y Víctor Cruz Alonso, lo que contrasta con la fortuna y con la capacidad de supervivencia que demostraron otros bandidos no menos famosos.
Tal fue el caso de Manuel García, quien cayó en extrañas circunstancias el 24 de febrero de 1895, cuando trataba de sumarse a la lucha emancipadora, o, también, Álvarez Arteaga, que se integró, con más éxito, en el seno del Ejército Libertador, como fue el caso también de Regino Alfonso y de otros antiguos rebeldes agrarios.
La rápida destrucción de estas bandas fue posible con la colaboración de determinados hacendados de la comarca, como la fracción que, en la citada zona, encabezaba el jefe forajido Andrés Santana Pérez. Propietarios notables como los Menocal, los Padilla, los Cuervo y los Morejón, por citar algunos, estaban interesados en la desaparición de estos forajidos.
Estas colaboraciones terminaron borrar del mapa a Andrés Santana Pérez y a Tomás Cruz, jefe y subjefe, respectivamente, de la temida cuadrilla que señoreaba en la comarca de Alacranes y en el sur de Matanzas. Esta actitud de los propietarios pudo entrar en un choque de intereses con los sitieros, de cuyo seno surgieron, en gran medida, aquellos bandidos sociales, entre otras cosas, porque su pequeña propiedad apenas les produce lo suficiente para subsistir.
El grado de endeudamiento de la economía azucarera durante estos años, por el avance tecnológico y por la transición al trabajo libre, entre otros factores, fue muy significativo, cambiando de mano muchas propiedades. Además, las colonias pequeñas apenas podían sobrevivir debido a que, entre otras cuestiones, tenían que hacer frente a las compras al menudeo, con el consiguiente encarecimiento de un 15 a un 30% en los productos.
Los sitieros, asfixiados por la presión de los inversores, emigraron hacia el centro de la isla, desplazándose hacia las Villas, Camagüey y Oriente, nuevo escenario, ya en pleno siglo XX, de buena parte de la violencia rural producida por estos peligrosos cuatreros y asaltadores de camino. Así, pues, la sitiería, las familias de humildes campesinos independientes parecen ser, en efecto, las simientes del bandolerismo defensor de un «orden tradicional» que le hiciera frente a las incertidumbres de su futuro inmediato.
El Ejército Libertador se sustentó marcadamente sobre la base sociológica del mundo rural y, por ello, la inmensa mayoría de los miembros de las fuerzas rebeldes no nacidos en Cuba eran canarios y, desde luego, en un porcentaje mayor, hijos de canarios. Imilcy Balboa Navarro, en su estudio ya mencionado «Bandidos y bandidos. La protesta rural entre 1878-1895», llama la atención sobre la necesidad de aquilatar al máximo la adjetivación de la actividad insurgente.
Como sugiere desde el propio título de su trabajo, existieron distintos tipos, estaban los casos en los que se evolucionaron desde el simple cuatrerismo hacia formas más elaboradas de rebeldía rural e incluso, la existencia de caciques rurales, como los hermanos Díaz de Yaguaramas, que según informes de la época desde una especie de cantón ejercían su arbitrario poder local en sintonía con bandidos y cuatreros de la zona.
Miguel Díaz, comerciante y miembro destacado de esta saga familiar, había tratado con Carlos Agüero, e incluso gracias a su intervención, consiguió indultar a Toribio Sotolongo y a otros cinco cuatreros que terminaron sirviendo a España en calidad de guerrilleros. Miguel Díaz, junto con un oficial guerrillero llamado Borroto, asesinaron a varios insumisos que al parecer podían comprometerles.
Tanto Miguel Díaz como su hermano Tomás, sospechosos de propiciar diversas fechorías y asesinatos, guardaban dinero del citado José Álvarez Arteaga, Matagás y de otras actividades similares, al estilo del comandante - secuestrador Eustacio Méndez Rey, señor de horca y cuchillo, que sí fue ejecutado por las autoridades coloniales. Díaz, en cambio, libró de la muerte al ser segundo teniente de la Compañía de Voluntarios de Yaguaramas.
Fin de la primera parte.