El vasco Arzuaga conoció el infierno junto al asesino Ernesto Guevara
El capellán español Javier Arzuaga contabilizó 55 fusilados entre febrero y mayo de 1959 y, que se sepa, nadie le cuestionó su palabra mientras vivió. |
Javier Arzuaga no había cumplido los 30 años cuando le tocó asumir una labor que le marcaría de por vida: dar asistencia espiritual a 55 colaboradores del régimen de Fulgencio Batista que habían sido condenados a muerte por la recién estrenada revolución cubana.
Arzuaga vivió en Cuba en el año 1959 los cinco meses más difíciles de su vida. Como párroco de Casablanca, una barrio marino al otro lado de la bahía de la Habana, acompañó y asistió a 55 condenados a morir en el paredón de fusilamiento por expreso deseo del comandante castrista Ernesto Guevara, entonces al mando de esa fortaleza Habanera.
Al salir de Cuba, Arzuaga se fue ha residir a la ciudad de Atlanta (EE.UU) aunque ya había dejado el sacerdocio en 1974 mientras estuvo en Puerto Rico, dónde se casó con Stella Andino y tuvo tres hijos. Pero nunca rompió sus lazos con Oñati, su ciudad natal en España y donde seguían viviendo varios de sus familiares.
Sus recuerdos - decía en vida - sobre lo que ocurrió en aquella fortaleza de la Cabaña en 1959, estuvieron cuarenta y pico años encerrados en un baúl con sello que decía 'silencio'. En parte por dejar al descubierto los problemas íntimos de dudas e inseguridades que según él cargaba por aquellos días, y por otro porque entendía que sus recuerdos no rozaban las vidas de unos hombres que iban al paredón a fusilar o a ser fusilados.
A Javier, que ya por entonces intentaba resolver sus problemas de fe o de vocación, su estancia en Cuba le marcó para siempre. Los dos primeros años de su estancia, Batista estaba en el poder, y Fidel con su gente en la Sierra Maestra. El 1 de enero de 1959 nacía una nueva Cuba y Arzuaga se unió, según sus propias palabras, «al júbilo general, sin necesidad de que nadie me empujara».
El también fue uno de los que creía en la revolución, pero a su juicio la personalidad descontrolada de Fidel, a quien también conoció personalmente, hizo que todo se les fuera de las manos. En cambio su relación con el argentino Guevara fue más estrecha.
Arzuaga le habló de los Ladrón de Guevara «que avasallaron durante siglos su pueblo de Oñati», mientras le contaba alguna anécdota. «No pretenderá que yo repare las barbaridades cometidas por mis antepasados, si de hecho lo son ¿verdad?» le respondió este asesino que no sé lo de Oñati, pero de Cuba sí se fue sin responder por el baño de sangre que produjo.
HISTORIAS DE EJECUTADOS
Los otros dos de ese día fueron comandante del ejercito Sosa Blanco y el teniente coronel Ricardo Luis Grau. El comandante Victor Bordón Machado fue quien dirigió la "fúnebre orquesta". Por cierto este Ricardo Luis Grau, a pesar de estar muy enfermo y muy delgado, fue el único que Arzuaga recuerda que luego de recibir la descarga, no se desplomó al piso porque aún seguía vivo.
El oficial responsable de la ejecución sacó su pistola, pero no sabía cómo darle el tiro de gracia. Hizo un disparo y no acertó. Volvió a tirar, pero el reo continuaba con vida. El cura, que había implorado sin éxito que le llevasen a un hospital, era incapaz de seguir escuchando sus gemidos. Pero el comandante Félix Duque Estrada insistía en que debía morir ese día.
«Le agarré a Alfonso (el mando del pelotón) de la muñeca, acerqué con fuerza su mano a la cabeza del ejecutado y le grité Jala, jala ya. Haló del gatillo. Se sacudió el cuerpo. Con la respiración entrecortada, temblando, le di la extremaunción».
Esa noche Javier despertó a un compañero suyo de religión y le dijo: «Quiero confesarme, hoy he matado a un hombre». Arzuaga también medió ante Guevara para que aplazase la ejecución de un joven de 17 años de nombre Ariel Lima. Luego de una semana en la galera de la muerte, el 'Che' se mostró inflexible con su caso.
Cuando la madre del condenado fue en su busca pidiendo clemencia, la desvió hacia el párroco: «Señora, le recomiendo que hable con el padre Javier, que dicen que es un maestro consolando y dando ánimos». Y el propio sacerdote remacha: «Nunca la volví a ver. Esa noche -escribió - odié al 'Che'».
Los meses pasaban y la nómina de fusilados crecía. Cada vida que se apagaba ante sus ojos añadía desasosiego a la crisis de fe que le torturaba. Uno de ellos que no era creyente, el antiguo jefe de inteligencia de Batista, un hombre culto le dejó paralizado cuando le susurró al oído en presencia del pelotón: «Padre... ¿podría, por favor, prestarme su fe para presentarme con ella allá donde vaya?».
Sus vidas, la del párroco y el asesino argentino, no volvieron a cruzarse jamás. Al sacerdote no le dejaron regresar a Cuba y el guerrillero moriría tiroteado años después en la selva de Bolivia: «Más de una vez he pensado que me hubiera gustado estar cerca cuando le llegó la hora de partir. Quién sabe, a lo mejor también a él».