«Ayer me dieron por muerto, ahogado, y casi lo estuve tres veces, pero cuando ya había perdido toda esperanza de salvación, la providencia me socorrió poniendo a mi alcance los restos de un bote destrozado».
Este fragmento de una carta, fechada el 4 de julio de 1898, un día después de la batalla naval de Santiago de Cuba, llegó a España con dos meses de retraso. En ese tiempo, la familia del autor llegó a creer que había muerto tras leer su nombre en la lista de fallecidos que cada día publicaba la prensa española.
Pero no fue así. Alejandro Lallemand, médico de la Armada en aquel último episodio de la Guerra de Cuba, sobrevivió para contarlo. El buque en el que luchaba Lallemand junto al almirante Pascual Cervera y Topete fue de los primeros en caer, poco después de que a las 9.30 horas de aquel 3 de julio de 1898 se cumpliera la orden de abandonar el puerto de Santiago de Cuba.
Una decisión que extrañó a todos los miembros de la dotación, pues sabían que la escuadra estadounidense que les bloqueaba desde finales de mayo era muy superior. De manera que partían hacia un seguro suicidio. «Vamos a un sacrificio tan estéril como inútil; y si en él muero, como parece seguro, cuida de mi mujer y de mis hijos», le había escrito el mismo almirante a su hermano pocos días antes.
En otra misiva, escrita a su mujer el 24 de abril del 98, le decía... «Desgraciadamente ya no queda esperanza de que la cuestión con los Estados Unidos tenga una solución pacífica. Esta noche se ha recibido ya del Gobierno la noticia oficial de la declaración de guerra. La orden del Gobierno es que salgamos para Puerto Rico (...). Dios nos proteja, porque, de otro modo, la inferioridad grandísima de nuestros navíos nos hará llevar la peor parte.
Dr Alejandro Lallemand |
Es decir, un día antes de que dicha declaración se hiciera oficial. «¡Dios quiera que llegue una orden suspendiendo el viaje y nos manden para Cádiz!», añadía. Obviamente, eso no ocurrió. Con las dos primeras bombas, más de 40 heridos se amontonaron en la enfermería del Infanta María Teresa, y la mayoría padeciendo graves amputaciones.
Durante el salvamento murió el médico segundo del navío, el doctor Julio Díaz Navarro, y Lallemand sufrió una fuerte contusión en el abdomen que le produjo una hemorragia interna y fiebre. Aún así, no abandonó su puesto hasta poner a salvo a todos los heridos en cubierta, y cuando el buque ya era pasto de las llamas.
Después se arrojó al mar y la hélice del barco estuvo a punto de succionarle, como le ocurrió a cuatro de sus compañeros. Lallemand se escapó milagrosamente, como señala en la carta, «hasta que me vio un barco americano y mandó un bote a recogerme. Entonces quedé prisionero». Después apuntó el 1 de septiembre de 1898 —«hoy ha llegado aquí la noticia oficial de que muy pronto quedaremos en libertad y saldremos para España», — no se conocieron más cartas del Dr Allemand.
El médico atracó por fin en Cádiz, junto al resto de de enfermos y prisioneros de su escuadra, el 12 de septiembre. Por sus servicios en Portsmouth recibió la Cruz Blanca del Mérito Naval, pero poco más de tres años después falleció en su casa. La causa: una peritonitis crónica, secuela del traumatismo abdominal que había sufrido en la batalla naval de Santiago de Cuba.
El sacrificio personal de Lallemand durante aquella odisea fue enorme, como el de la mayoría de marinos. No pudo despedirse de su progenitor y de su pequeño, ni tampoco ver nacer a su nuevo retoño. Pero como médico lo tuvo siempre claro: el desempeño de la labor sanitaria-militar era para él una misión santa y sublime.
Una práctica de la que no se apartó a pesar de que podría haber ganado mucho más dinero ejerciéndola de otra manera. Lo demostró tras la batalla, cuando renunció a la libertad que le correspondía por ser médico, contemplada en el Convenio de Ginebra de la Cruz Roja. No quería dejar solos a sus compañeros heridos.
Su entierro fue multitudinario.
Acudieron autoridades, jefes y compañeros del Cuerpo de Sanidad de la Armada y de otros cuerpos militares, representantes de la Guardia Civil, catedráticos de la Facultad de Medicina, personalidades de la sociedad gaditana y su «queridísima» Vicenta junto a sus hijos. Tenía 45 años.
Fuentes // ABC / La voz de Cádiz