jueves, 1 de agosto de 2024

La Ceiba y el Templete: historia de una polémica


El sobrio y pequeño edificio neoclásico conocido por El Templete, situado en uno de los bordes de la Plaza de Armas de la Habana Vieja, pareciera dominado arquitectónicamente por sus vecinos del Castillo de la Fuerza, el Palacio del Segundo Cabo o el imponente Palacio de los Capitanes Generales, todos emblemas significativos del poder español en Cuba durante el período colonial.

Sin embargo, la enorme carga simbólica de esta edificación para la historia pasada y presente de la ciudad, sigue desafiando con sus sólidas columnas rematadas por piñas –“la airosa piña de esplendor vestida / la pompa de mi patria”, como la entrevió el poeta alucinado Manuel de Zequeira y Arango1- y su majestuosa ceiba –“el Briareo, que con cien brazos abiertos parece amenazar los cielos eternamente”, al decir del polígrafo Esteban Pichardo2 – la monumentalidad que la circunda, mientras generaciones de cubanos acuden allí cada 16 de noviembre, con la secreta esperanza de hacer cumplir sus más íntimos deseos.

Templete de la Habana. 

 ¿Será esta confluencia vegetal sobre la piedra, confundida en anhelos y sueños por cumplir, una metáfora de la propia Isla? ¿Su pequeñez clásica frente al barroco exuberante, no es una alegoría de la pobreza irradiante de que hablara José Lezama Lima, por oposición a la opulencia sin sentido histórico? ¿Qué tiene de singular o inquietante este templo diminuto, con sus columnas dóricas y basamento ático, en cuyo estrecho recinto descansan los restos del pintor Vermay, acompañados por sus óleos?

Ciertamente, una cohorte de ilustres historiadores, arquitectos y estudiosos de la tradición habanera se han debatido por explicar los orígenes del lugar y el sentido prístino de sus símbolos, tema en el que, como tantas veces en la historia, se dan la mano lo real y lo mítico, llegando hasta nuestros días la leyenda de la primera misa consagratoria de la villa al pie de una tupida ceiba, luego sustituida por la Columna de Cagigal, erigida en el lugar donde se dice que estuvo el primitivo árbol.3 

Mas, esta búsqueda en el pasado para iluminar el presente se ha tornado angustiosa, y por momentos el significado profundo del Templete y su ceiba aledaña ha sido centro de arduas controversias y polémicas, las cuales a veces suelen alejarse de una lectura literal del patrimonio construido para desembocar en el inquietante territorio de las luchas políticas y las disputas simbólicas.

Quizás el primero que objetó con una evidente intencionalidad política el simbolismo del Templete fue el historiador y patriota villareño Antonio Miguel Alcover (1875-1915), en un texto publicado en la revista Cuba y América durante el periodo de la ocupación militar norteamericana en la Isla (1899-1902)4. Los argumentos de Alcover, repletos de fervor nacionalista, están encaminados a subsanar ciertos “errores históricos”, asociados todos a la tradición hispánica que, al finalizar la guerra del 95, era preciso desterrar del imaginario cubano.5 

Uno de estos “deslices” de la tradición sería asumir que la ceiba primigenia murió de muerte natural, cuando en realidad, nos dice Alcover siguiendo a José María de la Torre6, la misma fue mandada a cortar por el gobernador Cagigal “gran ortodoxo y profanador de monumentos históricos”, dejándonos tan solo en el lugar del árbol original “una suplantación inicua, una superchería sin nombre”.

En virtud de semejante impostura, Alcover opina que no deben los cubanos reverenciar una ceiba apócrifa, bajo cuya sombra “se habrían arrodillado, sin fe ni sentimientos nobles, algunos sátrapas de los que, como Tacón, Balmaceda y Weyler, pisaron y ensangrentaron nuestro suelo, pero nunca aquellos gentiles fundadores de la hoy capital cubana, que al pie de una hermosa y frondosa ceiba (…) celebraron la primera misa y el primer cabildo de la genuina ciudad de La Habana”.7 

Otra falacia impugnada por Alcover tiene relación con la presencia de Diego Velázquez en los cuadros de Vermay, la cual en su opinión no pudo ser real por hallarse aquel en Santiago de Cuba en 1519, según reiteran Jacobo de la Pezuela8 y Pedro José Guiteras9. Finalmente, el historiador de Sagua La Grande estima que no deben seguir los cubanos celebrando a San Cristóbal el 16 de noviembre, según se hacía en la colonia para no recargar la festividad coincidente de Santiago, patrón de España, el 25 de julio, proponiendo en su lugar que:

“rindámosle culto a la verdad abriendo las puertas del Templete en el mismo día que recuerde el año de 1515, ese es el que debiera servir de regocijo a los habaneros, que no formaron en las guerras contra los árabes al grito de ¡Santiago y Cierra España!”.10 Templete de la Habana. Un discurso similar al anterior, en el sentido de sospechar de la ceiba como símbolo digno de homenaje, se debe a la pluma del erudito Manuel Pérez Beato, sin dudas uno de los mayores estudiosos de la historia habanera.

Pérez Beato parte de la hipótesis de que ni la fecha ni el hecho de la fundación de la villa “constan de manera cierta, y el arraigo que tiene esta tradición se debe a la confirmación oficial, que le dan, la erección del pilar e inscripción conmemorativa y la construcción de un Templete, inaugurado este último como un remedo o simulacro del acto que se supone realizado allí en el año referido”.11 

Pero, a semejanza de Alcover, Pérez Beato también se opone al ritual alrededor del árbol, aunque por razones diferentes, pues su interés no radica en la ausencia de la ceiba originaria, un hecho que era lógico ocurriera después de cuatro siglos, sino que le concede a la misma una connotación ominosa, de “picota pública” o “árbol de la infamia” pues “en esta seiba (sic) se azotaban los delincuentes, que incurrían en determinadas penas, lo que quita todo respeto a un árbol honrado por la tradición, con la solemne ceremonia de una misa, en momento tan sublime para los fundadores”.12 

En honor a la verdad, no eran estrictamente “delincuentes” los azotados, sino negros esclavos criollos o africanos sorprendidos hurtando casabe para vender o alimentarse, quienes eran condenados a cien latigazos amarrados al tronco descomunal, evento doblemente doloroso, pues en las religiones de origen africano este representa a Iroko y es un reservorio de enorme sacralidad.13 Sin embargo, no fue esta la única ceiba “estigmatizada”, pues sus múltiples sucesoras a partir de la decisión de Cagigal tampoco corrieron mejor suerte, decidiendo el Cabildo en vísperas de la erección del Templete “también cortar la ceiba que causa perjuicios con sus raíces y no es necesaria”.

En la sesión de la Corporación celebrada el 14 de diciembre de 1827, el regidor Don José Francisco Rodríguez argumentó acerca de “ los perjuicios que se inferían a la fábrica del monumento por la permanencia de la seiba (sic) en el lugar en que se halla, siendo asimismo de notarse que sus raíces no solo impedían la solidez de la obra, sino que al mismo tiempo podía causar alguna ruina en los muros, por lo que creía que debía cortarse aquel árbol, así por lo expuesto, como porque la mencionada seiba fue plantada ahora setenta y pico de años y podía por lo tanto sembrarse otra u otras donde fuere conveniente en el propio lugar” y finalmente el ayuntamiento acordó “que no había una efectiva y verdadera necesidad en reponer esa seiba, cuando con el monumento se perpetuaba la memoria de la primera misa que allí se dijo y primer cabildo que se celebró”.14

Como hemos visto, los antiguos habaneros eran bastante pragmáticos en cuestiones de ecología, sin importarles demasiado si había una o varias ceibas en aquel lugar, o si no había ninguna. Después de todo, hasta se corrió la especie (más tarde se demostró que era falsa) de que las astillas de la ceiba original habían sido vendidas a sendos museos en Washington y Londres.

Dentro de esta lógica utilitaria, una interpretación sugerente de los cambios en la Plaza de Armas entre 1754 y 1828 nos habla de “un proceso de sacralización de los símbolos existentes. Primero, la sustitución de la hipotética ceiba fundacional por tres nuevos árboles y un monumento alegórico (…) como gesto de reafirmación de la existencia urbana”, cuya lectura, en tanto “acto sacrílego” contra la costumbre secular “es representante del espíritu comercial imperante en el ámbito antillano: en La Habana (…) todo se compra y todo se vende”.15 Cuadro de Vermay en el que aparece el obispo.

Al margen de estas impugnaciones a la ceiba como árbol impuro o de inmerecida memoria, hay otro razonamiento que, de no ser tomado en cuenta, invalida cualquier discusión seria al respecto, y fue ofrecido por una autoridad suprema en la materia, el doctor Emilio Roig de Leuchsenring, historiador oficial de la ciudad entre 1935 y 1964, cuando afirma: 

“…el suceso trascendente de la fundación de La Habana, que hubiera podido dar motivo para la celebración de una misa y cabildo conmemorativo, no tuvo lugar en el puerto de Carenas, sino que este solo se realizó al tercer traslado de la Villa, posiblemente, según queda anticipado, con el correr de los meses y los años, y, por tanto, sin ceremonias de ninguna clase”16. 

Por otro lado, nos recuerda Roig que la Plaza de Armas fue desplazada al menos tres veces entre 1559 y 1577, fechas todas posteriores a la supuesta consagración, por lo que ello “no permite asegurar que el sitio preciso en que Cagigal levantó el pilar existiese una ceiba, ni mucho menos que esa ceiba fuese la que se eligió para celebrar bajo ella la primera misa y el primer cabildo”, hechos sobre los cuales, además, no existe ningún documento que pruebe su autenticidad.17 

 Finalmente, un elemento más que vendría a redondear esta “leyenda negra” tejida en torno a los significados de la ceiba y el Templete, sería el hecho de que dicha construcción fue promovida durante el gobierno del Capitán General Francisco Dionisio Vives (1823-1832)18 con un claro objetivo político de índole colonialista. Por un lado saludar el onomástico de la reina Josefa Amalia y, según consta en las actas capitulares, conmemorar el viaje de Fernando VII a Cataluña para aplastar la facción liberal. A tales efectos se grabaría una medalla alegórica al hecho, que luego sería colocada debajo de una de las columnas del Templete.19

En la práctica, el efecto político iba más allá de un ritual de sumisión al monarca absoluto, pues el gobernador Vives envió un informe a las Cortes donde dejaba claro el interés de distraer al pueblo habanero de los eventos emancipadores en la América continental, donde ese propio año 1827 estaba teniendo lugar el postrer intento bolivariano para promover la independencia de la Isla, y al mismo tiempo enfatizar la lealtad de los cubanos a la Corona, explicito en la inscripción que remata el tímpano del Templete: “Reinando el señor Don Fernando VII, siendo presidente y gobernador Don Francisco Dionisio Vives, la fidelísima Habana, religiosa y pacífica, erigió este sencillo monumento decorando el sitio donde el año 1519 se celebró la primera misa y cabildo.

El obispo don Juan José Díaz de Espada solemnizó el mismo augusto sacrificio el día diez y nueve de marzo de mil ochocientos veinte y ocho”. Sobre la ceremonia inaugural, a un tiempo “solemne y pomposa”, nos dice Emilio Roig: “Consistió en una misa que dijo el obispo Espada y a la que asistió el Capitán General y autoridades eclesiásticas, civiles y militares de la ciudad, así como personas importantes de la misma. Ante todos ellos pronunció Espada un discurso que Pezuela calificó de erudito.

Colgaduras, iluminaciones y diversos festejos populares sirvieron para celebrar durante tres días la inauguración de este monumento, uno de los pocos de carácter histórico que posee la Habana”.20 Por otro lado, los óleos de Vermay, tanto los de los laterales, de carácter histórico-conmemorativo, como el que cubre el espacio central, contemporáneo a estos eventos, a pesar del ademán neoclásico, contribuyen a reforzar el simbolismo colonial, al representar a la oligarquía habanera en toda su complicidad y arrogancia, al lado de la monarquía hispana.

Mas, he aquí, dentro de la ceremonia citada, un personaje que introdujo un nuevo nivel de lectura a los sucesos que hemos venido analizando. Me refiero a la presencia del obispo vasco Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa21 en las ceremonias del Templo, tanto en su fase de proyección civil como de consagración religiosa, lo que constituye un elemento que modificó por completo las interpretaciones negativas que una parte de la historiografía venía promoviendo.

El que comenzó este giro radical en las visiones de la ceiba y el monumento, de emblema de escarnio público y de la opresión hispana, a su opuesto total, es decir, la insignia de las libertades ciudadanas de la villa habanera, fue el sabio etnólogo cubano Don Fernando Ortiz y en su explicación la figura de Espada y de la tradición de los Fueros Vascos es un componente fundamental, que muchos habían pasado por alto.

La primera vez que Ortiz hace pública su tesis sobre el Templete fue en 1928, en ocasión del Centenario del monumento y apareció como nota al libro conmemorativo de Mario Lescano Abella titulado El primer Centenario del Templete, 1828–1928. En opinión de Ortiz, contraviniendo a la tradición que prevalecía desde Arrate, el simbolismo de la ceiba no era eminentemente religioso y “representaba por si misma y a virtud de la consagración que de ella se hizo, algo más que un hecho histórico”.

A continuación niega la afirmación de Pérez Beato de que la ceiba debió ser abominable y afirma tajante: “No. Creemos que la ceiba del Templete fue el emblema de la municipalidad de la villa de la Habana, y el más antiguo y permanente emblema de libertades ciudadanas que conservamos en Cuba. A esa ceiba debiera concurrir nuestro pueblo habanero en peregrinación, cada vez que sienta mermadas sus libertades”.

Podría pensarse, después de leer la anterior afirmación, que la misma resultaba de gran actualidad en aquellos momentos, cuando el dictador Gerardo Machado intentaba perpetuarse en el poder a partir de una reforma constitucional espuria, pero la reflexión orticiana tenía una raíz histórica más honda, señalando que no era la suya una “opinión precipitada, aromada por el perfume de lo romántico”, sino “una interpretación documentada, basada en la historia de las municipalidades castellanas y americanas, que han olvidado los historiadores locales y los que han tratado de los municipios de Cuba”.

Sin embargo, llegado a este punto, Ortiz anota que: “No es este el momento oportuno para desarrollar la demostración. Pero quede afirmada aquí por primera vez la tesis: la ceiba del templete es el símbolo monumental de la libertad municipal de La Habana, es el histórico padrón municipal de su justicia y señorío”.

Finalmente, don Fernando afirma que tiene en su poder una lámina policromada a mano, adquirida a un librero en Leipzig, donde se observa a la ceiba “frondosa y emblemática, como el venerado Gernikako Arbola de Vizcaya”, mucho antes de la construcción del Templete, y promete una próxima publicación sobre el tema22.

Notemos aquí como la explicación de Ortiz ha pasado a legitimar la ceiba habanera, como reflejo de las libertades civiles, no solo a partir de su comparación con la tradición castellana y americana, sino con el roble de Gernika, bajo el cual debían jurar los monarcas hispanos el respeto de los Fueros tradicionales del pueblo vasco.

Resulta obvio, aunque Ortiz en este texto no lo mencione de manera explicita, que detrás de esta analogía estaba el papel desempeñado por el Obispo Espada en la construcción del Templete, interpretado como una suerte de alegoría a la Casa de Juntas y Tribuna Juradera de Gernika.

No hemos encontrado, revisando la colección de los Archivos del Folklore Cubano la prometida demostración, pero si repetidas alusiones de Ortiz al tema en ocasiones posteriores, señaladamente durante la visita a La Habana de José Antonio de Aguirre, Presidente del Gobierno Vasco en el exilio, y en su discurso de conmemoración por los 150 años de la Sociedad Económica de Amigos del País.

El lehendakari Aguirre disertó el 20 de octubre de 1942 en la Institución Hispano Cubana de Cultura sobre el tema “El sentido social y el de la libertad de los pueblos en los momentos actuales”, y fue elogiado por Ortiz en un discurso donde recorrió los aportes más relevantes de personalidades vascas en la historia de Cuba.

Entre estos significó de manera especial al Obispo Espada “a quien se debió el Templete de La Habana, edificado tras de la ceiba de las libertades comunales habaneras, con lo cual evocó al árbol de Guernica (símbolo de las libertades) ante el Palacio mismo de los Capitanes Generales de Cuba”.23 

 Unos pocos meses después, el 9 de enero de 1943, en la conmemoración del sesquicentenario de la Sociedad Económica de Amigos del País, Ortiz pronuncia la conferencia titulada “La Hija Cubana del Iluminismo”, y en la misma alude a la relación entre la cultura ilustrada vasca (“los caballeritos de Azcoitia”) y los orígenes de la corporación habanera, enfatizando en las figuras de Don Luis de Las Casas y Aragorri y del obispo alavés. Sobre este último vuelve a recordar sus palabras a Aguirre, añadiendo el siguiente comentario: 

“Tocante a este (Espada) recordé la jugarreta que el obispo vasco le hizo a los capitanes generales, disponiendo la construcción en esta ciudad del llamado Templete tras la legendaria ceiba, que era signo y padrón de las libertades jurisdiccionales de la villa de San Cristóbal de La Habana; con lo cual frente al Palacio de Gobierno insular se alzó una aproximada reproducción del árbol de Guernica y de su Sala de Juntas, donde se simboliza la libertad nacional de su pueblo”.24 

Hasta aquí los argumentos de Ortiz, cuya tesis central ya había esbozado en 1928 y que fue elaborando hasta llegar a la conclusión arriba citada. Es decir, la ceiba ya tenía un carácter ciudadano antes de la erección del templete, y apoyándose en ese elemento, por analogía con su tierra de origen, Espada decide re-significar el lugar incorporándole un pabellón neoclásico, estilo predilecto del obispo y de profundo arraigo en su país natal25.

Al tiempo que consumaba una lectura subliminal subversiva que desvirtuaba el propósito absolutista original de la edificación. Esta teoría de Ortiz, muy seductora en su argumentación y aparentemente obvia en su analogía, recibió de manera inmediata y entusiasta la aprobación de Emilio Roig, quien afirma en 1947: “Es esa, sin duda alguna, (énfasis mío) la justa significación de la primitiva ceiba que el templete perpetúa, y ello lo confirma la creación por Cagigal de la Vega, en 1754, de la columna que hoy allí se conserva, o sea, de un padrón, picota o rollo de piedra”.

Y agrega Roig que: “Sobre tan interesantes temas históricos estamos escribiendo el Dr. Fernando Ortiz y nosotros un libro de inmediata publicación, que ha de llevar este título: La Ceiba, del Templete, de la Villa de San Cristóbal de La Habana (sic)”.26 La frase de Roig, que subraya que se trata de un volumen “de inmediata publicación”, sugiere que el texto ya estaba escrito, conjetura probable si tomamos en consideración que ambos venían trabajando el tema por separado desde hacía varios años. 

Sin embargo, un libro con ese título y firmado por ambos no aparece en ninguna de las bibliografías conocidas hasta hoy de uno y otro sabios, aunque si se conoce que en el voluminoso archivo de Ortiz en la Sociedad Económica de Amigos del País, entre un elevado número de trabajos inéditos, obra una carpeta rotulada como “Ceiba y templete”.

¿Sería esta la investigación de Ortiz, que nunca llegó a publicar? ¿Cuáles fueron los motivos para no ser editada la obra? Al margen de estas incógnitas, aun por investigar, la propuesta de Ortiz siguió siendo divulgada y aceptada, principalmente por los biógrafos del obispo Espada, aunque introduciéndole pequeñas variantes. 

Entre los primeros está César García Pons, quien recoge en su biografía del prelado vasco la tesis orticiana, no sin cierta reserva, cuando alega: “El obispo ha tomado parte activa en la erección del Templete. Nada se hacía en La Habana sin su intervención, y aquello era cosa de mucha monta para que él no pusiera allí la mano y el buen gusto. Prometió Espada un busto de Colón y los cuadros de la primera misa. Hay quien va más allá y asegura su participación en la arquitectura y ubicación del edificio bajo el signo de una intención política”. 

García Pons quizás no estaba totalmente convencido de la explicación ofrecida por Ortiz, que glosa en sus palabras de la Sociedad Económica de Amigos del País, y por eso su frase de que “hay quien va más allá” al señalar una intención política implícita, pero añade un elemento novedoso que de algún modo complementa la teoría orticiana.(Avatares de la transculturación orticiana).

Según García Pons “fuera esta o aquella la intención de Espada, lo cierto es que él concibió el proyecto, ordenó los planos a José de O’campo y le pagó por su trabajo. Los planos, dice O’campo, ya muerto Espada, fueron muy del gusto del Obispo”.27 ¿Quién es este José de O’Campo, hombre a todas luces de la mayor confianza del Obispo, al extremo de confiarle su proyecto? 

Nadie lo menciona en la profusa bibliografía sobre el Templete, y García Pons tampoco ofrece de donde sacó este dato, pues al que siempre se nombra como responsable en el trazado del monumento es al coronel de ingenieros don Antonio María de la Torre, secretario político de Vives, y es a este último a quien se le atribuye la idea original de la construcción y no a Espada. Sobre este particular nos dice el gran estudioso de la arquitectura colonial cubana, Joaquín Weiss: “En 1827 propugnó el general Francisco Dionisio Vives la erección (…) de un monumento conmemorativo (…) 

El trazado del nuevo monumento, el actual Templete, se debió al coronel de ingenieros don Antonio María de La Torre (…) La construcción del templete se realizó en el corto plazo de cuatro meses, y aunque se presupuestó en diez mil pesos, en definitiva su costo fue el doble de esa cantidad”.28 Más recientemente, han sido el arquitecto Roberto Segre y el historiador Eduardo Torres-Cuevas, quienes han retomado la teoría de Ortiz argumentando su pertinencia desde el urbanismo y la historia de las ideas. 

En el caso de Segre, su opinión aparece en un estudio monográfico sobre la Plaza de Armas, en cuyos bordes -nos dice- aparecen resumidos “los avatares de la historia cubana: la ancestral fortaleza, la arquitectura popular y espontánea de las viviendas del siglo XVIII, el 'rollo' y la ceiba originaria, la representación del poder político metropolitano.

Frustrada la aspiración de lograr un diseño integral del marco circundante, se agregan otros componentes, expresión de las contradicciones ideológicas imperantes”. Para Segre, el ejemplo más significativo de la afirmación anterior lo es el Templete que, ubicado en sus inicios frente a la estatua de Don Fernando VII, emblema de tiranía, “simboliza las luchas libertarias de los independentistas cubanos”.29 

 En honor a la verdad histórica, nos parece excesiva esta conclusión que quiere ver en el Templo neoclásico, en fecha tan temprana como 1828, una expresión de luchas por la independencia, afirmación que se aleja un tanto de la tesis originaria de Ortiz, quien hace referencia a las libertades ciudadanas en el caso de la ceiba, y al liberalismo ideológico de Espada en el asunto del Templete.

En cambio nunca le atribuye un ademán separatista de España. Más plausibles juzgo los argumentos del historiador Torres-Cuevas, quien, siguiendo a Ortiz, explica los orígenes familiares y sociales del prelado vasco, y la manera en que esto influyó en su pensamiento posterior: 

“El ambiente familiar y regional parecen decisivos para entender algunos aspectos de la personalidad de quien, con los años, llegara a ser Obispo de La Habana (…) Su medio social, el País Vasco (…) impregnó su pensamiento de un sincero amor a las libertades regionales, las cuales estaban simbolizadas en el árbol de Guernica, ante el cual los reyes hispanos tenían que jurar respeto a los fueros vascos.

Muchos años después, en 1828, en pleno absolutismo fernandista, el obispo Espada erigió en La Habana, justamente en el lugar donde está la ceiba del lugar en que se fundó la ciudad, una reproducción del templo de Guernica, conocido como el Templete, para dejar expresión pétrea de sus ideas antiabsolutistas y como manifestación del respeto a las libertades habaneras”.30 

 En otro texto, Torres-Cuevas asevera que el Obispo Espada “En aquellos años difíciles tuvo un gesto, que tal parece fue la forma en que elaboró su testamento político a las generaciones venideras de cubanos” y a continuación reproduce las ideas antes citadas, acerca del “sello simbólico” de su pensamiento ilustrado que representa el Templete, agregando este sutil comentario: “Fue una obra hecha en el absolutismo y contra el absolutismo”.31 

Finalmente, el profesor Torres Cuevas confesó en una entrevista para la revista Opus Habana que dirige el Dr. Eusebio Leal Spengler -discípulo y continuador de la obra cultural del Dr. Emilio Roig- haber visitado Gernika y comprobar allí la validez de las teorías de Ortiz, en el sentido de que Espada “le había jugado intencionalmente una mala pasada a Fernando VII, dedicándole en La Habana un templete semejante al erigido en aquel sitio del País Vasco como símbolo de su autonomía con relación a España”32 y desliza su opinión de que el fondo se trata de algo muy típico del cubano el referir las cosas con un doble sentido, señal que Espada debió asimilar muy bien durante sus tres décadas de estancia insular.

Hasta aquí la polémica historiográfica, que perdura ya más de un siglo, en torno a los significados profundos de la pequeña edificación habanera, que todo parece indicar ha encontrado consenso alrededor de las tesis de Fernando Ortiz y sus continuadores. De cualquier manera, adjuntamos fotografías recientes tanto del templo habanero como de la Tribuna Juradera vasca, en las que se podrán apreciar sus enormes similitudes de estilo, amén de tratarse de dos construcciones casi simultáneas, pues como hemos dicho el edificio habanero data de 1828 y la casa vasca de 1827, obra del arquitecto Antonio de Echevarría.

En ambos casos, la severa desnudez neoclásica imprime al conjunto una rara perfección, y el árbol es decisivo dentro del ámbito arquitectónico, haciendo las veces de custodia de las libertades o fueros y como alegoría de su permanencia en el tiempo. Sirvan estas reflexiones como una muestra más de la simpatía y solidaridad entre ambos pueblos, el cubano y el vasco, que saben que los árboles pueden caer derribados por el paso del tiempo o la desidia de los hombres, pero la libertad que ellos simbolizan no se extinguirá jamás.33 


1 Manuel de Zequeira y Arango, “Oda a la piña”, en: Samuel Feijóo, Cantos a la naturaleza cubana del siglo XIX, Universidad Central de Las Villas, 1964, pp. 9-10. 

2 “Seiba”, en: Esteban Pichardo, Diccionario provincial casi razonado de vozes y frases cubanas, La Habana, Ciencias Sociales, 1976, p. 547. 

3 Esta suposición, por otro lado, se aviene muy bien con la usanza hispánica en el Nuevo Mundo, donde, según el criterio del arquitecto Roberto Segre “el árbol expresa lo estable, lo inamovible, lo imperecedero, que es a la vez el objetivo de la ciudad: su permanencia prolongada a lo largo de la historia, huella humana de la posesión definitiva del espacio”. Cfr. Roberto Segre, La Plaza de Armas de la Habana. Sinfonía urbana inconclusa, La Habana, Letras Cubanas, 1992, p. 6. 

4 Antonio Miguel Alcover, “La Misa, la ceiba y el templete”, Cuba y América, [1900]. Recorte consultado en la Colección Facticia, no. 107, de la Biblioteca del Museo de la Ciudad de La Habana. 

5 Ver al respecto el documentado ensayo de Marial Iglesias, Las metáforas del cambio en la vida cotidiana: Cuba 1898-1902. La Habana, Ediciones Unión, 2003. Especialmente el tópico referido al desmontaje de los símbolos del poder colonial. 

6 José María de la Torre, Lo que fuimos y lo que somos o La Habana antigua y moderna, La Habana, Imprenta de Spencer y Cía, 1857. 

7 Alcover, op. cit. 

8 Jacobo de la Pezuela, Historia de la Isla de Cuba, Madrid, Imprenta de Bailly- Bailliere, 1868. 

9 Pedro José Guiteras, Historia de la Isla de Cuba, Nueva York, J. R. Lockwood, 1865-1866. 

10 Alcover, op. cit 

11 Manuel Pérez Beato, Habana antigua, apuntes históricos. Toponimia, Habana, Seoane, Fernández y Cía, 1936, p. 36. 

12 Ibidem. Véase además Emilio Roig de Leuchsenring, “Mientras para algunos historiadores la primitiva ceiba era motivo de veneración, para otros ha constituido una vergüenza por el horror que el tenían los vecinos de la villa al ser azotados en la misma por cualquier motivo”, Habana, La Habana, marzo, 1939, pp. 10-15. 

13 Sobre las atribuciones mágico–religiosas de la ceiba en las religiones populares de origen africano véase el clásico estudio de Lydia Cabrera, El Monte, La Habana, ediciones CR, 1954. 

14 “Acuerdos sobre el templete y la ceiba de los supuestos primeros cabildo y misa de la villa de La Habana, en cabildo de 14 de diciembre de 1827”, en: Colección Facticia, no. 107, Biblioteca del Museo de la Ciudad de La Habana. 

15 Roberto Segre, op. cit., p. 14. 

16 Emilio Roig de Leuchsenring, La Habana. Apuntes históricos. Segunda edición, notablemente aumentada, La Habana, Editora del Consejo Nacional de Cultura, 1963, tomo I, p. 60. 

17 Emilio Roig de Leuchsenring, “La Ceiba y el Templete”, en: Gran Mundo, La Habana, junio, 1947. 

18 El gobierno de Vives, primero que ejerció el poder en Cuba bajo facultades omnímodas, se distinguió por su represión a los movimientos separatistas y su tolerancia frente a los vicios de la colonia. Un refrán popular rezaba: “Si vives como Vives, vivirás”. 

19 “Informe sobre el Templete y la ceiba por José Manuel Ximeno, 20 de diciembre de 1827”, en Colección Facticia, no. 107, Biblioteca del Museo de la Ciudad de La Habana. 

20 Emilio Roig de Leuchsenring, “La Plaza de Armas y el Templete”, en: Colección Facticia, no. 107, Biblioteca del Museo de la Ciudad de La Habana. 

21 Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa (1756-1832), nació en Arróyave, poblado de la provincia vasca de Álava. 

Fue obispo de la Habana desde 1802 hasta su muerte, desarrollando una amplísima labor de reforma eclesiástica, social, pedagógica y en el pensamiento que rebasó los marcos de su obispado, extendiéndose al Real y Conciliar Colegio y Seminario de San Carlos y San Ambrosio y a la Sociedad Económica de Amigos del País. Entre sus discípulos amados estuvo el joven Félix Varela, y mereció el recuerdo emocionado de José Martí. 

Fue un hombre liberal, ilustrado y moderno, y sus influencias en la primera mitad del siglo XIX son de enorme relevancia en el orden práctico de la religión y de la filosofía. Para una discusión sobre sus aportes a la cultura cubana véase: César García Pons, 

El Obispo Espada y su influencia en la cultura cubana, La Habana, Publicaciones del Ministerio de Educación, 1951; Eduardo Torres-Cuevas, Obispo de Espada. Papeles, La Habana, Imagen Contemporánea, 1999 y Rigoberto Segreo Ricardo, De Compostela a Espada. Vicisitudes de la Iglesia Católica en Cuba, La Habana, Ciencias sociales, 2000. 

22 Fernando Ortiz, “Bibliografía”, Archivos del Folklore Cubano, Habana, julio–septiembre, 1928, pp. 287 y 258. 

23 Fernando Ortiz, “Conferencias”, Ultra. Cultura Contemporánea. La Habana, vol. XII, no. 76, diciembre, 1942, p. 340. 

24 Fernando Ortiz, “La Hija Cubana del Iluminismo”, Revista Bimestre Cubana, La Habana, vol. LI, no. 1, enero – febrero, 1943, p. 55. 

25 El estilo neoclásico, opuesto a las exuberancias del barroco, tiene su acta de nacimiento en la propuesta hecha por el francés Laugier en 1753, en su Ensayo sobre la arquitectura, donde propone la cabaña primitiva como modelo y referencia de la buena arquitectura, por su desnudez y simplificación, que la acerca a la naturaleza. En el País Vasco:

“La naturaleza se ve como ideal, y también como origen de las formas arquitectónicas, (…) al aludir al tronco del árbol como génesis de las columnas”. Allí: “la casa y la propia organización estaban tan apegados a la tierra y a la propia naturaleza, que la arquitectura vasca, sobre todo en Vizcaya y Guipúzcoa, de uso público, fue siempre de una sorprendente severidad”. 

Javier Cenicacelaya e Iñigo Saloña, “Neoclasicismo, dilemas y equilibrios”, en: Arquitectura neoclásica en el País Vasco, Bilbao, Departamento de Cultura y Turismo del Gobierno Vasco, s/f, p. 17-19. 

26 Emilio Roig de Leuchsenring, “La Ceiba y el Templete”, en: Gran Mundo, La Habana, junio, 1947. 

27 César García Pons, El Obispo Espada y su influencia en la cultura cubana, La Habana, Publicaciones del Ministerio de Educación, 1951, p. 129 y 130. 

28 Joaquín Weiss, La Arquitectura colonial cubana. Siglos XVI al XIX. La Habana/Sevilla, Instituto Cubano del Libro/Consejería de Obras Públicas y Transportes, 1996, p. 387. 

29 Roberto Segre, op. cit., p. 21. 

30 Eduardo Torres-Cuevas, Félix Varela. Los orígenes de la ciencia y conciencia cubana, La Habana, Ciencias Sociales, 1997, p. 65. 

31 Eduardo Torres-Cuevas, Obispo de Espada. Papeles, La Habana, Imagen Contemporánea, 1999, p. 124. 

32 Argel Calcines, “Eduardo Torres- Cuevas por el filo del cuchillo”, en Opus Habana, vol. VI, no. 2, 2002, p. 27. 

33 Al terminar de redactar estas páginas, leo en la prensa vasca que el roble de Gernika, de 146 años, ha muerto a causa del calor y los efectos de los hongos. Algo similar le sucedió a la ceiba habanera en agosto de 1959, cuando se le diagnosticó clorosis aguda y debilitamiento progresivo.

Tal como si fuera un ser humano, trató de ser salvada inoculándole un suero fisiológico vegetal en el torrente circulatorio, pero el ejemplar de 131 años (era el mismo de los tiempos de Espada) terminó cediendo su lugar a un lozano brote, que es el que hoy admiramos, convertido ya en espléndida ceiba. Quizás este reemplazo, a pocos meses del triunfo revolucionario, tuviera una connotación simbólica, a manera de profecía de los nuevos tiempos por venir. Quizás el joven roble que se sembrará en Gernika también lo sea para el pueblo vasco.

Autor: ALFONSO LÓPEZ, Félix Julio Licenciado en Historia. Oficina del Historiador de La Ciudad de La Habana. 2006-02-17 

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