En un artículo fechado el siete de abril del año pasado, la televisión de Santiago de Cuba aseguró que el cementerio más antiguo de la isla era el de Santa Ifigenia, y si vemos que fue inaugurado en abril de 1868, y que apenas cuenta con 150 años, evidentemente no lo es. 

En la Habana, 60 años antes, ya existía el cementerio de Espada abierto en 1806, y no solo fue el primero de Cuba, si no de toda la América hispana, que por entonces seguía enterrando a sus muertos en las iglesias y en las áreas colindantes. Inclusive hay más, el de Camagüey, que abrió sus puertas en 1814, también le superaría en varios años también.

Y es precisamente en este ultimo que, dicho sea de paso, cuenta ya con más de diez mil enterramientos desde que el propio Alcalde, Diego del Castillo fuera el primero, donde hay una tumba muy peculiar que data del 1933, erigida sobre la base de una antigua sepultura a ras de tierra que se supone contiene los restos de una señorita llamada Dolores Rondón Aguilera.

En una placa de mármol a modo de epitafio, hay unos versos que fueron compuestos y colocados allí por un despechado barbero de la localidad. Cuenta la historia que el fígaro no tenía como para gastar en mármoles, con lo cual una tabla de cedro fue lo que pudo pillar, y hasta puede que con doble intención y todo. Cada vez que aquella tabla se deterioraba, algún anónimo la restauraba con tal que el famoso epitafio no se perdiera. Dice así aunque se aprecia muy bien en la foto de arriba:  

Aquí Dolores Rondón finalizó su carrera
Ven mortal y considera las grandezas cuáles son:
El orgullo y presunción, la opulencia y el poder, todo llega a fenecer, pues solo se inmortaliza el mal que se economiza y el bien que se puede hacer.

Al parecer la tal Dolores Rondón Aguilera fue una bella mulata, hija de una "parda" con un comerciante español de origen catalán. Ya sabe, la clásica mulata santiaguera que hacía honor a su nombre.

Se supone que Dolores quería seguir "adelantando la raza" y su posición social, de manera que aspiraba a casarse con algún señorito de bien, y español de ser posible. Tal cual la versión de la novela Cecilia Valdés, de Don Cirilo Villaverde, el mulato barbero, Juan Francisco Molla y Escobar, suspiraba por su amor sin posibilidad alguna de éxito.

Tumba vacía del Mayor.
Luego de mil declaraciones y suplicas, Juan Francisco vio como su mulata caía en brazos de un militar hispano. Sin embargo, aquel matrimonio duró poco pues la Lola quedó viuda. 

Y conociendo el paño como lo conocemos, lo más probable sería que el resto de su familia española le haya virado la espalda e incluso, hasta retirado el apellido.

Con el tiempo Lola cayó enfermera y fue a parar al hospital de mujeres "El Carmen", donde murió finalmente. Entonces el imaginario popular asegura que fue el modesto barbero quien corrió con todos los gastos del entierro, y una humilde tumba como aquella fue lo que pudo brindarle y que por cierto, ya ni existe. Al menos el curioso epitafio, que probablemente haya sido fruto de la canalla del pueblo, ha perdurado con los años

La veracidad de esta historia coge fuerza, toda vez que la única persona que aparece enterrada en ese cementerio con ese nombre data de esos años precisamente. Los archivos del campo santo dan cuenta de una "parda" de similar nombre, María Dolores Aguilera, que era su segundo apellido, nacida en 1811 y muerta de tuberculosis en 1863. ¿ Y que pasó con el apellido Rondón?

LA BARBARIE

Mucho más traumática y triste fue la suerte que corrió el cadáver del más grande de los mambises cubanos, igual o superior a Maceo a nuestro modo de ver la historia, el mayor general Ignacio Agramonte y Loynaz, quien cayera muerto en aquel fatídico potrero de Jimaguayú hace más de siglo y medio. Sepa que Agramonte murió cuando estaba a punto de convertirse en generalísimo del ejercito libertador. 

De hecho Máximo Gómez es quien le sustituye cuando ya Carlos Manuel de Céspedes no tenía a quien echarle mano, de manera que si no llega a morir aquel día, esa parte de nuestra historia hubiera cambiado radicalmente. Como sucedió después con la muerte de José Martí en 1895. Se cree - aunque todo muy ambiguo - que el cadáver de Agramonte desapareció desde el mismo momento que fue expuesto en el hospital de San Juan de Dios luego de practicada la necropsia, siendo llevado a este cementerio donde fue chapuceramente incinerado. 

Aseguran que estando a medio quemar, sus restos fueron arrojados en una fosa común perdiéndose para siempre. Aquel cenotafio erigido en su honor por los masones, y en el mismo lugar donde fue cremado supuestamente, sigue estando vacio como su nombre indica. Y si eso le resulta triste, mucho más saber que el cristal que lo protege se lo han robado. De hecho, este monumento ha sido ultrajado a cada rato con el robo de las banderas ¡y hasta su placa de bronce!, la que afortunadamente fue rescatada por un historiador local. 

La barbarie misma.

Maldita Hemeroteca